Pedro Blanes Viale: pintor de dos mundos

Veinte años contaba Blanes Viale cuando desembarcó en Montevideo.

En los meandros postreros del Río Negro, en placidez recostada y contemplando la cadencia de las aguas que a poco desembocan en el caudal perpetuo del Río Uruguay, trasponiendo los senderos en que se descostillan las últimas carretas con su lamento de despedida —asoma ya el ocaso del siglo XIX— se encuentra la capital mercedaria de Soriano, tierra de alumbramientos, rodeada, como nos recuerda Raúl Montero Bustamante, “de serenos paisajes que se reflejan en las espejadas aguas del río, donde todo es amable y cordial e invita a la inmersión del alma en la inefable paz del cielo purísimo, en la fronda que se inclina sobre las barrancas. No es raro que sea aquel país de pintores.”

Allí, un 19 de mayo de 1879, vio a luz Pedro Blanes Viale, el insigne pintor nacional que participa, aún, en el misterio de las altas creaciones de nuestros muchos compatriotas que llegaron al mundo en las soledades del terruño donde el impulso y la inspiración primeras, alejadas de las academias y museos donde se conservan y viven su posteridad las grandes creaciones humanas, no pueden nacer más que en la contemplación de la naturaleza, que generosa otorga sus espectáculos y sus dones.

Academias y museos que Blanes Viale habría de conocer más tarde, sin embargo, pues siguiendo la senda pionera de Juan Manuel Blanes —la del talento artístico local que encuentra en Europa el medio propicio para alcanzar la plenitud y regresa luego a la patria, enriqueciéndola— también Blanes Viale, hijo de un mallorquín afincado en el Uruguay, se trasladó en su juventud inicial a Mallorca, isla de luces y colores fulgurantes, luego a Madrid, a la Real Academia de San Fernando, y más tarde a París e Italia, donde trabó amistad con los grandes de aquel presente de renovaciones y contempló en los pabellones a los grandes del pasado.

Veinte años contaba Blanes Viale cuando desembarcó en Montevideo tras este periplo de formación, “un muchacho triste, enlutado y silencioso” que atrás dejaba a su padre, fallecido en su tierra natal. Era el Uruguay del Novecientos, el Uruguay nuevo, cuya capital recorrió incesantemente, en cuyas tertulias, salones y redacciones humeantes de debate y novedad participó, y donde instaló su caballete y su taller.

Y hacia allí acudieron los personajes ávidos de verse reflejados en el lienzo, que erigieron a Blanes Viale —portador de una nueva estética pictórica que encendió la luz y avivó el color que deja atrás la gravedad y los telones sombríos de los óleos de otro tiempo— en uno de los más codiciados retratistas de la Belle Époque montevideana, y, por cuenta propia, en el principal paisajista del país, fruto de sus incesantes peregrinajes hacia su Mercedes natal, al interior del Uruguay y al continente europeo.

Pues fueron el paisaje, el aire libre y la luz solar donde el pintor alcanzaría la plenitud de su genio, en su paleta sin fin donde destellan y conviven los colores y los más ricos y tenues matices, en el profundo sentimiento de soledad de los lagos espejados, de los ríos, de las bahías, de las rocas, de los acantilados, de los bosques, de las aguas profundas, de los cerros de piedra, de las grutas misteriosas, de las cascadas, ya en Mallorca, ya en América, en Soriano o el Iguazú —Blanes Viale, pintor de dos mundos—, donde el aire, por igual, se llena de silencio y de perfume.

 

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Latest from Cultura