Aguanto la respiración y junto las piernas. Al fin, un día después del día que me interné, van a operarme. Me interné, sí, nunca mejor dicho. Y ya sueño con el grupo rodeándome, manjar vistoso sobre la camilla, entrega – da a la faena. El vidrio, la luz que brilla en la curvatura, el líquido burbujeante y la manguera. Incuso la etiqueta donde conviven la imprenta con la cursiva ilegible, me cautiva tanto como el instrumental brillante y dispuesto en abanico sobre el papel. Los dedos fue lo primero. Después vinieron el bajalengua, las radiografías, la sonda y los enemas; las sucesivas agujas, el espéculo y los rastreos con el caño entrando por la boca hasta el estómago como un periscopio. Las tomografías repetidas del útero —con el visor anatómico enfundado en un preservativo— tuvieron su encanto, aunque a veces me provocaron un rechazo indeciso. Lo mejor siempre fueron las palpaciones y los hurgamientos. Los pinchazos y el gel. El roce del látex y el papel absorbente. La gasa y el algodón y esa experiencia que toda – vía atesoro por sobre las demás: sentir cómo se funde en mi torrente la sustancia química, mientras imagino que por un momento esta sangre negra y caliente se aclara y enfría hasta que los capilares la asimilan simulando la mezcla. Toda búsqueda es un sondeo: un fisting fucking que busca el centro.
Empecé de chica para ser tocada. Para ser vista por un hombre —él y yo solos— en la misma habitación sin sexo. Que me duele esto, que a veces es un ardor que se corre hacia la izquierda… Después supe que el cuadro lo armaba con tres síntomas: una molestia, un cansancio inexplicable y alguna migraña o el siempre resonante no sé bien lo que tengo, doctor. Elegía con sumo cuidado la ropa interior y me maquillaba con trauma. Los ojos delineados con una gruesa franja negra, los labios pastosamente rojos y el rubor: dos manchas moradas que tapan la timidez. Víctima de la suavidad de las yemas, de la limpieza perturbadora de las manos, manos de cura, de mago, manos de mimo. Fanática de la serenidad al palpar. A veces también del brillo calcáreo de las uñas y de estar desnuda, indefensa bajo los fríos, certeros ojos de bisturí. Soy de esas personas que cuando van en un tren contestan con una seña el saludo que hacen los chicos a la formación que pasa y siento, además, que hay palabras hechiceras, como glucosa, con una burbuja al principio o luxación, que tiene bisagras. A veces creo que al cerrar los ojos los demás dejan de verme, y me río, desnuda e invisible, mientras el anestesista me pregunta el peso y enseguida, colocando la dosis en el suero, me ordena que cuente hacia atrás. —Diez, nueve, ocho siete seis… —Y el mundo desaparece.
Me trataron como a una reina: me sirvieron la colación, mi menú preciso definido en un formulario, y me limpiaron y lavaron como corresponde a una auténtica servidumbre. Hasta me pasearon en silla de ruedas y sobre la camilla: iba mirando luces, volando boca arriba. Los metales, azulejos, el material descartable. Los controles, los monitores y el estricto horario de visitas. Mejor que en los hoteles, dormí en los hospitales. Y esta mañana me emocioné, de cara al techo en el cuarto blanco, y las orejas se me llenaron de lágrimas. Amante frío que no suda, que no tiembla, que no se enfurece ni babea. Amante limpio, clínico y profundo como una endoscopía. Goteaba y tronaba. Había relámpagos, y llamé a la enfermera para que corriera las cortinas: iba a ser hermoso verla caer. Qué bueno es tener un lugar cuando llueve, uno con un vidrio que te separe y te mantenga cerca…