Progresistas vs. Izquierdas, el eterno divorcio que nunca se concreta

En Uruguay todos sabemos que progresista y de izquierda no son lo mismo, aunque muchos lo repitan como si fueran sinónimos para evitar discusiones familiares en los asados. Porque si algo caracteriza a la política uruguaya es esa habilidad de camuflar diferencias ideológicas debajo de un manto de palabras lindas: “transformación”, “inclusión”, “sensibilidad social”, “matriz productiva”: la poesía militante que todos recitan, aunque cada uno quiere llegar a lugares bien distintos.

Por el lado progresista, tenemos a los fieles devotos de la modernidad con mate Stanley. Creen en la igualdad, claro, pero con inversión extranjera “responsable”, apps gubernamentales y PowerPoints llenos de flechitas ascendentes. Son hijos dilectos de la gestión eficiente, sueñan con el Estado como una startup gigante y consideran revolucionario poner bicicletas eléctricas en las intendencias. Quieren cambiar el país, sí, pero sin molestar demasiado a nadie, no sea cosa que se asusten los mercados.

Del otro lado están los de izquierda  implica asumir una posición política y ética basada en la igualdad, la justicia social y la transformación estructural de la sociedad. No se trata solo de sensibilidad por los temas sociales, sino de la convicción de que las desigualdades no son naturales ni inevitables, sino el resultado de sistemas económicos y políticos que deben ser modificados de raíz.La izquierda rechaza toda forma de explotación, opresión o discriminación, ya provenga del mercado, del Estado o de estructuras culturales. Por eso impulsa políticas que protejan a quienes están en situación de vulnerabilidad y que amplíen los derechos de mujeres, trabajadores, disidencias sexuales, minorías étnicas y todos los sectores históricamente marginados.

La diferencia entre ambos grupos es tan amplia como la rambla: caminan en paralelo, se saludan educadamente, pero jamás pisan el mismo carril. Y sin embargo, en Uruguay conviven en el mismo espacio político como si nada. Es un matrimonio por conveniencia donde nadie firma divorcio porque, sinceramente, cuesta más repartir los votos que soportar las discusiones internas.

La paradoja es que ambos creen tener la razón. Los progresistas se jactan de ser modernos; los de izquierda de ser coherentes. Y mientras discuten, el resto del país sigue mirando la escena con la calma típica uruguaya, pensando: “¿No pueden simplemente ponerse de acuerdo?”. No, no pueden. Y tampoco quieren. Porque si algún día resolvieran sus diferencias, perderíamos uno de los espectáculos políticos más entretenidos que nos ofrece la República: el duelo eterno entre quienes quieren cambiar el sistema desde adentro y quienes quieren hacerlo… pero sin avisarle al Establishment.

Progresistas e izquierda conviven, chocan, se necesitan y se irritan, como toda buena familia uruguaya. Y así seguirá siendo. Después de todo, ¿qué sería de nuestra política sin esa deliciosa contradicción? Una monotonía insoportable.