Cuando hay un mercado de consumidores dispuesto a pagar por productos o servicios para satisfacer necesidades de diverso tipo y ello genera márgenes de ganancia razonables, es lógico que existan emprendedores dispuestos a organizarse para cubrir los procesos de producción, distribución y comercialización.
Si el mercado objetivamente existe, esto es, si el producto o productos en cuestión cuentan con una demanda de consumo efectiva con suficiente escala, pero la actividad es objeto de controles y prohibiciones a nivel nacional e internacional, los precios de esos productos crecerán muy por encima de los costos de producción, distribución y comercialización que tienen los productos legalmente reconocidos. Y el factor clave que determina el valor de esos productos ilegales, se asocia directamente al riesgo que supone burlar a las autoridades en cada una de las etapas del proceso.
Si el volumen de dinero que se genera de manera directa e indirecta a la actividad es cuantioso, quienes promuevan el negocio serán organizaciones con diverso grado de complejidad. Con los recursos asociados a la actividad ilegal desarrollarán estructuras delictivas con el poder necesario para mantener y expandir el negocio.
Además de competir entre sí por el control de los mercados locales e internacionales, utilizarán parte de esos recursos para comprar voluntades de las autoridades que deben controlarlos, ya sea en el ámbito de la represión directa, como en el de la justicia, y cuando el poder de esas organizaciones alcanza suficiente escala, no habrá institución a la que no intenten corromper, socavando con diversos grados de intensidad las bases institucionales de los estados de derecho en donde se verifican estos procesos.
En definitiva, las mafias asociadas al tráfico de sustancias ilegales son producidas de manera directa por la prohibición de conferirle a las sustancias que trafican condiciones similares a las que rigen para la producción, distribución y comercialización de los bienes y servicios admitidos como lógicos y necesarios.
Cuanto más estrictos son los controles, mayor es el dinero asociado a la actividad, y en consecuencia, mayor será la ferocidad y la violencia de quienes controlan la actividad para defender su negocio.
La lógica asociada a las reglas bajo las que se lleva a cabo este fenómeno, determinan que estamos ante una ecuación sin aparente solución, porque la severidad de las prohibiciones incide en el incremento del precio de los productos y ello estimula la tentación por participar en el juego ilegal. Paralelamente, los mayores recursos que genera la actividad ilegal le confieren a la mafia gran poder de combate, de sofisticar sus organizaciones y de corromper los entornos en los que actúan.
Es un juego fascinante si no fuera porque los precios que pagan nuestras sociedades en recursos materiales, vidas y violencia son excesivamente altos y dolorosos.
La otra peculiaridad de este juego es que los mercados donde los productos adquieren mayores valores están radicados en los países política y económicamente más poderosos y son los que cuentan con instrumentos de presión suficientes para imponer en los países productores y en los llamados países de tránsito de esa compleja red internacional, obligaciones de control y represión que si no son atendidas debidamente, conllevan sanciones explicitas e implícitas de enormes consecuencias.
Obviamente a nadie escapa el inmenso poder de daño que representa ser consumidor de estupefacientes.
Pero una cosa es ser consumidor con altos recursos económicos y otra completamente diferente es ser un adicto pobre.
Quien tiene recursos abundantes, accederá a mercadería de buena calidad y con ello podrá vivir en forma intensa en el mundo de los negocios, de la política o de las relaciones interpersonales y amorosas. Pero si el consumidor es pobre, solo accederá a sustancias de desecho, muy adictivas y dañinas, que pondrán en riesgo su existencia física, con altos riesgos de fracasar en los estudios y el trabajo así como de perjudicar seriamente su entorno familiar.
En el mercado político del ultra liberalismo, que ha convertido la xenofobia, el nacionalismo a ultranza, la libertad de portar armas y toda una batería de reclamos bastante absurdos como la libre tala de bosques, la venta de órganos hasta la comercialización de hijos, no se ha escuchado que defiendan abiertamente la libertad por el acceso irrestricto a las sustancias ilegales. En este punto la libertad cede ante el poder del “big stick”.
Juguemos con la imaginación. ¿Qué pasaría si se liberaliza la producción y la venta de estupefacientes? Resulta difícil saber si ello acarrearía una masificación del consumo. En el mundo de las prácticas toleradas tenemos el caso del alcohol o del tabaco, que también son drogas y que son consumidas y resistidas con base en diversos factores como la censura social al consumo excesivo, la autorregulación, la acción explicita de la propaganda a cargo de agencias sanitarias desalentando su consumo, la prohibición en lugares públicos, etc. Pero así como surgen estas dudas por el lado del consumo, ¿qué pasaría por el lado de la oferta? Sin lugar a dudas desaparecería la mafia del narcotráfico. Y con ello toda la parafernalia de agencias especializadas y sistemas de persecución y control que constituyen un enorme negocio legal asociado a la ilegalidad del tráfico de estupefacientes.
América latina se ha convertido en una de las regiones más violentas del mundo. Y el narcotráfico es sin lugar a dudas un factor que explica en buena medida este fenómeno.
Como carecemos de condiciones objetivas para desarrollar posiciones alternativas, no nos queda por el momento otra alternativa que no sea desarrollar estrategias de seguridad que tendrán como principal adversario el flagelo del narcotráfico. Está en nosotros la capacidad de conferirle a las políticas de seguridad ciudadana un rostro más humano. Por ejemplo, desarrollar fuertes estrategias orientadas a rescatar a los jóvenes delincuentes de las garras de la reincidencia a través de programas de rehabilitación y reinserción laboral.
Otra cosa completamente distinta sería si nuestros países tuvieran un marco de integración regional sólido, con espalda económica y política suficiente para pensar en caminos diferentes para combatir este fenómeno desde la perspectiva del interés y la defensa genuina de nuestros pueblos. Y obviamente que esa defensa no pasa ni por asomo por promover o justificar las adicciones.