El domingo pasado, momento en que estaban empezando a votar en toda la Argentina, mi hijo de 12 años me hizo un comentario que comenzó con una pregunta:
-Papá: ¿Viste que Milei parece un loco, no?
-Sí…- contesté.
-Bueno, a mí me gustaría que ganara…
-¿Milei? – pregunté – ¿Para qué?
-Para ver qué pasa – me respondió.
“Para ver qué pasa…” –repetí, y a los pocos segundos noté que mi hijo me había dado una de las claves de esta elección.
Siento que, miles y miles de votantes, se dijeron: “Ya sabemos lo que puede pasar con los demás. No sabemos lo que pasaría con Milei. Probemos, para ver qué pasa…”
Claro que mi hijo no consideró las probables consecuencias de un gobierno en manos de alguien que promete medidas que, inevitablemente, traerían incluso males mayores; ni discurrió, tampoco, sobre lo que podría suceder con un gobierno cuyo principal conductor no estaría en condiciones de cubrir los cargos indispensables para dirigir el Estado… Y, además, mi hijo tampoco se había puesto a considerar el destino que podría sufrir un gobierno carente de un espacio político capaz de sostener y respaldar las resonantes y dolorosas decisiones que anuncia… Es decir: la clave está, justamente, en que mi hijo juega con la tentación que le provoca la curiosidad frente a un escenario más o menos novedoso. No está contemplando el segundo paso, no vislumbra las consecuencias. Tiene 12 años. Juega. Y no está habilitado para votar.
Como me pasa siempre con la escenografía de las ciudades al día siguiente de una elección, cuando salgo a la calle, me embarga cierta sensación de fracaso. La llamo: “hastío de lunes postelectoral”.
Una impresión parecida me produce contemplar guirnaldas navideñas, renos dorados o pinos artificiales con sus chillones adornos colgando, varias semanas después de noche buena. Eso que iba a pasar, ya pasó, pero sobreviven anuncios, señales, de una ilusión ya perdida.
Los afiches, los carteles, las frases y hasta las sonrisas de los candidatos, se vuelven también, para mí, material perimido. PURO PASADO. FUTURO IMPOSIBLE.
Lo que ayer me ponía en tensión, o me despertaba adhesión o me generaba rechazo, ansiedad o interés, hoy, me entristece o me aburre…
No hay nada que envejezca con tanta velocidad como el material de una campaña política. Traen en las entrañas el antes y el después. Tienen una precisa fecha de vencimiento. Y siempre mueren.
El lunes, caminando por esa escenografía de cadáveres, que pronto serán restos fósiles sobre papel, me fui haciendo algunas preguntas:
¿Por qué razón, cuando veo a los seguidores de Javier Milei, pienso de inmediato en los terraplanistas, o en esos grupos sectarios, cándidos y fanáticos, que propagan casa por casa la palabra divina a cambio de liberarnos del infierno?
Después, mientras esperaba junto a un semáforo, arriesgué que quizás la de ayer fue la mejor elección de Milei y que, a lo sumo, el 22 de octubre, logre repetir ese 30 %, y termine peleando voto a voto el ingreso al ballotage.
Cuando avanzaba sobre la avenida, y me reía ante la gran cara sonriente de un candidato, provisto ahora de unos enormes anteojos, cuernos torneados y desparejos y unos voluminosos rulos, me pregunté si esto que ocurrió ayer desnuda el emergente de un fenómeno de época, como vienen repitiendo algunos analistas, de una manera más o menos imprecisa.
Ya de regreso, a pocos pasos de mi casa, y cuando había introducido la llave en la cerradura, me quedé un segundo inmóvil y se me ocurrió que quizás, la que votó ayer, sea una nutrida sociedad de sonámbulos, que camina sobre los techos de los edificios…
Enseguida, abrí la puerta y murmuré: “¿Darán el paso fatal o se despertarán a tiempo?”
Una vez en mi casa, me senté a escribir este artículo y, ahora mismo, antes de poner punto final, se me presentó una última pregunta: ¿Si los sonámbulos abrieran los ojos, les quedaría alguna capacidad para tolerar la realidad?
Bueno, quizás prefieran apretar los párpados y tratar de soñar, soñar y soñar, aunque intuyendo que, esos sueños, a corto plazo, puedan convertirse en otra pesadilla.