El tiempo vuela, corre, nos supera y nos tiene atrapados en sus telarañas. Es el tirano que nos gestiona la vida, y ante el cual nos rendimos mientras soñamos con controlarlo. Sabemos que es inasible e inalterable, y por eso vale oro. Es el objeto de nuestros desvelos profundos, cuando queremos estirarlo y hacerlo infinito, o cuando rogamos por acelerarlo o volverlo instantáneo. Nos atormentamos cuando lo tuvimos y los lloramos por efímeros. Sabemos que son tiempos perdidos y que es un sueño inútil pretender recuperarlos. Es la madre de las angustias que siempre rodean el calendario. El tiempo es todo, y vivimos en la dualidad de estar atrapados en su interior y en buscar manejarlo, mientras nos identifica lo que fue, lo que será y lo que tuvimos en un momento y no volverá.
Todo gira alrededor suyo: buenos o malos momentos son finalmente de tiempo, así como la propia vida. Él es democrático y no distingue por sexo, edad, raza, ni condición social. Para todos mueve igual sus manecillas o derrama su arena en mediciones de segundos o días. Es inflexible aunque la ciencia en su vanidad se desvele por tratar de explicarlo y nos ayude con la salud a estirarlo un poco más para sobrevivirlo. Es el déspota que nos controla y caja negra que ordena nuestras acciones. Nuestros derroches y también los ahorros y abstinencias, están dentro de extraños engranajes que se mueven continuamente hacia adelante y con los cuales no podemos negociar. En todo nos marca el antes y el después, y es también entretiempo en clasificaciones y divisiones de días, semanas, meses y años que pretendemos controlar con agendas, cronogramas o planes. Pero él está allí, tranquilo e impávido ante nuestros reclamos y desesperos, sabiendo que apenas somos libres durante el zeptosegundo que nos cede de su tiempo infinito que no logramos ni entender.