Algo está a punto de romperse

Jugamos con fuego, pues entre destruir el derecho a tener derechos y acabar con la propia vida solo hay una delgada línea a punto de romperse.

Cracked broken glass on a white background. Damaged window texture.

Las personas hacinadas en los campos de Turquía graban cómo pueden transmitir sus experiencias para difundirlas en las redes. Es un acto de resistencia frente al intento de borrado de la deshumanización retórica y las bochornosas políticas de una Unión Europea  que ha olvidado que en Europa nació la noble proclamación de los derechos inalienables y la dignidad intrínseca a todo ser humano.

Que Trump pueda decir  barbaridades en la campaña electoral gringa como que inmigrantes Haitianos comen gatos de sus vecinos muestra un cambio profundo en la atmósfera mundana desde la que recibimos discursos que ayer consideraríamos nauseabundos y que hoy consiguen arraigar.

Habla de una narrativa coherente, más fuerte ya que cualquier hecho que Trump decida negar y que encaja perfectamente con la construcción de esa idea que denuncia: “el enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental”.

Incluso la indignación que sentimos desde la superioridad moral de la izquierda alimenta esa narrativa, pues lo que ocurre es la transformación de una cultura política donde creer en cualquier cosa con honestidad parece imposible, donde escandalizarse es nuestro único signo de pertenencia política. Todos somos culpables.

Uruguay no escapa a esa selva de variedades disparatadas en los discursos políticos. Para que una narrativa cale hasta el punto de romper nuestra lealtad con la realidad hace falta mucho más que la mentira continuada.

Ya no somos capaces de darle a los hechos la relevancia que merecen, pero la erosión no se ha producido de la noche a la mañana.

También como en otros países  nosotros experimentamos la ansiedad de no reconocer lo que tenemos ante los ojos: los modernos agujeros del olvido donde resguardamos nuestra riqueza despreciando la vida y los derechos de los pobres.

Desvestimos a las personas de sus derechos para convertirlas en una masa hacinada y maleable que no altere nuestras conciencias, pero si somos incapaces de aliviar los desafíos sociales, políticos o económicos de una manera mínimamente digna es porque hemos perdido definitivamente la brújula moral y política que decíamos custodiar. Y jugamos con fuego, pues entre destruir el derecho a tener derechos y acabar con la propia vida solo hay una delgada línea a punto de romperse.

La crisis del universalismo de los derechos humanos es directamente proporcional al ascenso de un etnonacionalismo que permea con fuerza creciente la ideología de los partidos políticos a ambos lados del Atlántico.

La fragilidad innata de nuestras  instituciones en el tema derechos la vieron hace mucho tiempo los súbditos asiáticos y africanos de los colonialistas europeos. “Mahatma” Gandhi, para quien la democracia era literalmente el gobierno del pueblo, insistía en que, en Occidente, era pura teoría.

 No podía ser una realidad mientras “persista el inmenso abismo entre los ricos y los millones de personas hambrientas” y los votantes “se dejen guiar por sus periódicos, tantas veces deshonestos”.

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