En las últimas décadas hemos asistido a una revalorización de las culturas locales y de la diversidad creativa, como tendencia global asociada a la defensa y valorización de las identidades frente a la acelerada globalización, especialmente de las industrias y servicios culturales. La diversidad cultural y el reconocimiento mutuo, en tanto elementos aglutinadores de las sociedades y sus diversos grupos, se constituyeron en el paradigma de las políticas culturales. Ello reforzó la cohesión y representación diferenciada, con el mismo sentido que el nacionalismo se conformó en el siglo XIX como el aglutinador y articulador de la conformación de las sociedades de entonces. La identidad es hoy el nuevo campo del nacionalismo del siglo XXI.
En este contexto se produjo tanto una revalorización del patrimonio cultural material, como la identificación y el reconocimiento del patrimonio cultural intangible e inmaterial que se conformó como objeto de la protección y promoción en la afirmación de la diversidad cultural y las identidades. La cultura asumió un perfil antropológico superando concepciones tradicionales exclusivas centradas en las bellas artes y las industrias culturales. La música, la danza, la vestimenta, la comida, los mitos o las máscaras, así como los hábitos y las costumbres fueron revalorizados como soportes culturales intangibles de esas identidades culturales, y sus productos pasaron a estar amparados y protegidos por los derechos de propiedad intelectual y las políticas.
El patrimonio intangible en tanto representación viva de las identidades es menos durable y más flexible a los cambios y las evoluciones. Incluye cambios por la transculturización de sus componentes, más allá de mantener expresiones rígidas y constantes en el correr de los años. Así, utensilios o cocinas, telas o músicas, máscaras o rituales han sufrido múltiples mutaciones asociados a procesos de transculturización que no solo refieren a estilos, diseños, ritmos o sabores, incluso agregando derivaciones de la aparición o desaparición de materiales, instrumentos, plantas, animales o creencias. El patrimonio intangible, y desde de este, las máscaras como caso particular, han estado sujetas así a múltiples metamorfosis que muestran interesantes evoluciones. El haber sido construidas con materiales poco durables como textiles, maderas, plantas, cueros, huesos u otros, y que por ende sufren un proceso de deterioro y con ello facilitando su renovación continua, permitió esas mutaciones leves y continuas en sus formas, colores, tamaños y materiales, más allá de mantener a la vez las líneas y diseños generales que fueron su génesis y sus funciones sociales. Por ello podemos observar en muchos casos de las máscaras antiguas, más allá de su deterioro y desaparición por su uso o por el desgaste, su evolución y la incorporación de cambios en sus formas expresivas. La plasticidad y características como bienes semidurables, le da a las máscaras un rol particular en la expresión de las mutantes identidades y una permanente renovación acorde a los cambios culturales y a la diversidad de miradas de los artesanos. Así, las máscaras han mantenido sus rasgos históricos y a la vez se han ido modificando ajustadas a los cambios e influencias culturales, agregándose además nuevas expresiones mascareras acorde a la creación cultural permanente de las sociedades.
La máscara como mecanismo de representación de otros o de falseamiento de uno, se ha constituido en un mecanismo de expresión simbólica e identitaria altamente eficaz y un referente creciente del patrimonio cultural. Es una forma simplificada de comunicación y representación que crea fácilmente imágenes y que es reconocida e identificada sin confusiones semióticas. Ella es una expresión de un lenguaje comunicacional de símbolos y significantes, por encima o complementario a la palabra, la vestimenta, la música, el teatro, la danza o los gestos. Potencia los objetivos comunicacionales y se constituye en un símbolo narrativo que reafirma un mensaje sólo o junto con otras expresiones culturales intangibles. Su uso más allá del momento y del protagonista la hace también altamente eficaz como instrumento de expresión colectiva o de algunas manifestaciones específicas. También permite el cambio rápido de roles y la diferenciación de papeles, como asumir otro género, edad raza, condición social, realidad o especie.
Su vigencia y protagonismo entre las diversas expresiones culturales ha sido constante. Sin embargo, es claro que no todas las expresiones culturales se apoyan o utilizan las máscaras como instrumento de expresión de la identidad. También, las máscaras se constituyen en un universo simbólico en forma propia, sin necesariamente conectarse con otras manifestaciones específicas en la representación de identidades.
Las máscaras de América Latina y el Caribe nos cuentan la historia del continente y sus derivaciones, sus peripecias y sus dolores. Diríamos que es una venas conectoras de los dolores, sentires y sueños en el continente. Las culturas prehispánicas las podemos ver aún en su simbolismo y expresión en los ritos con máscaras de la Amazonia, en las culturas Chane y Chiriguanas del Gran Chaco, en los ritos funerarios mayas, de las comunidades mapuches o miskitas o en las distintas festividades andinas. Ellas recorren territorios y atraviesan fronteras creadas luego del descubrimiento y son expresiones donde las identidades superan a las naciones. Muchas de ellas, aquellas de regiones más distantes de las zonas de colonización, aún mantienen sus rasgos dominantes y no han sufrido además procesos de transculturización. En sus contenidos la presencia de los animales, la naturaleza o de lo mágico es dominante. Otras han sufrido procesos de transculturización, variando también según el tipo de evangelización o de destrucción de las estructuras socioculturales que les han dado existencia. La colonización en su primera se expresó en múltiples expresiones mascareras asociadas a la evangelización, de Corpus Christi, Moros y Cristianos o del uso del Diablo y el universo religioso cristiano, para educar en la lucha contra el mal que para los colonizadores representaban las creencias indígenas y que revalorizaban al tiempo el rol de la presencia hispánica. Destacan también las máscaras de las identidades negras traídas al continente en régimen de esclavitud desde las diversas zonas de África con sus músicas y sus simbolismos, y centradas en la defensa y luchas de protestas. Hay también mascaras vinculadas a las extrañas migraciones internas en la época colonial, especialmente del Caribe, como aquellas de los Guloyas en República Dominicana o los Garífunas de Honduras, que fueron trasladados primero desde el África y luego de algunas islas hacia otras zonas de la región. También encontramos máscaras de la nueva sociedad hispana con la presencia de los nuevos valores burgueses con sus ritmos musicales, sus fiestas taurinas, de carnavales, tradiciones o religiosas, algunas de las cuales se conectan con fechas y tradiciones campesinas pre coloniales vinculadas a cosechas, siembras o tradiciones precoloniales. Así, lo indígena, lo negro, lo español y otras identidades culturales venidas al continente, y todas sus hibrideces posibles, se constituyen en las venas dominantes de nuestras culturas y componentes de la enorme y compleja transculturización que se mantiene hasta hoy, y que se expresan en el uso de miles de máscaras, y que han hecho de América Latina un continente mascarero de diversidad creativa.