Las deudas insostenibles generadas bajo la gerencia de Silvia Etchebarne llevó a este quiebre total.
Bajo su gestión, Lobraus acumuló deudas crecientes con proveedores, trabajadores y organismos públicos, mientras sostenía una narrativa de “normalidad” que se desmoronó con rapidez.Su estilo —hermético, evasivo y sustentado en tecnicismos desencadenó en esta catástrofe para la empresa.
Lo que en su momento fue una operadora destacada del régimen de puerto libre pasó a convertirse en un símbolo de improlijidad, desorden y morosidad sistemática. Etchebarne manejó la crisis como si la deuda fuera un instrumento negociable, no una señal de alarma. En vez de transparentar, eligió administrar silencios; en vez de reestructurar, apostó a patear problemas hacia adelante. Esa conducta erosionó la confianza interna, tensó vínculos con el sistema portuario y dejó al Estado soportando los costos de una gestión incapaz de sostener reglas básicas.
Hoy ya nadie duda de que Lobraus y Etchebarne llevaron el modelo del incumplimiento a su máxima expresión, poniendo en jaque a una estructura que depende de responsabilidad y solvencia para funcionar. La caída de la empresa no es sólo un fracaso financiero: es la evidencia de un liderazgo que operó sin escrúpulos, sin rendición de cuentas y sin la mínima consideración por quienes sí cumplen.
Un derrumbe anunciado, gestionado desde adentro.
La empresa Lobraus se ha transformado en uno de los casos más polémicos del sistema portuario uruguayo: acumula deudas millonarias con la Administración Nacional de Puertos (ANP) y, aun así, ha logrado mantener su operativa durante años, amparada en un entramado de controles laxos, omisiones administrativas y una inexplicable permisividad estatal.
Lo que comenzó como un atraso puntual en pagos por servicios portuarios y uso de infraestructura terminó convirtiéndose en una bola de nieve financiera, construida a lo largo de varias administraciones. Tarifas impagas, incumplimientos reiterados y una ausencia total de regularización efectiva conforman un cuadro que cualquier otra empresa, en condiciones normales, no habría logrado sostener sin enfrentar sanciones severas o la pérdida de permisos.
Pero Lobraus no es cualquier empresa.
Es la que logró operar como si las reglas no fueran para todos, y ese es el corazón del problema también.
Dentro del Puerto de Montevideo, operadores y trabajadores coinciden en que el caso Lobraus no expone solo un incumplimiento, sino un sistema que premió a los morosos y castigó a los que sí cumplen. Mientras las empresas responsables ajustan sus cuentas, presentan garantías y enfrentan inspecciones estrictas, Lobraus avanzó durante años como si disfrutara de una especie de blindaje informal, una zona gris donde todo se toleraba, todo se demoraba y todo se justificaba.
Hoy, con el escándalo instalado, la ANP inició auditorías internas y exige un plan real de regularización. Pero la pregunta inevitable es:
¿por qué recién ahora?
¿Por qué se permitió que una deuda millonaria creciera hasta poner en evidencia fallas estructurales del sistema de control estatal?
La respuesta que circula en el ámbito portuario es igual de incómoda que obvia:
Porque durante demasiado tiempo, Lobraus encontró puertas abiertas, controles débiles y un Estado que no supo —o no quiso— marcar límites a tiempo.
Este episodio tiene consecuencias que trascienden lo financiero. Afecta la credibilidad del puerto, la equidad entre operadores y la imagen internacional de un país que se esfuerza por competir en logística en un contexto regional cada vez más agresivo. No se puede hablar de eficiencia ni de transparencia cuando una empresa opera con semejante nivel de deuda sin consecuencias reales.
Lobraus no sólo debe dinero: debe responsabilidad, explicaciones y respeto por un sistema que no puede seguir financiando privilegios privados.
Y el desenlace exige un mensaje claro.Porque lo verdaderamente grave es esto: Lobraus convirtió la morosidad en un modelo de negocio, aprovechando cada resquicio del sistema para estirar, postergar y evitar asumir sus obligaciones. No estamos ante un error contable ni un descuido administrativo: estamos ante una estrategia sostenida que funcionó porque el Estado la dejó funcionar.
Si el Puerto de Montevideo quiere recuperar credibilidad, tiene que empezar por cortar ese circuito.
Ya no se discute una deuda.
Se discute hasta dónde puede avanzar una empresa sobre recursos públicos antes de que alguien finalmente diga basta.
Y en el caso de Lobraus, ese “basta” no pudo esperar un día más.


