La sala principal de la casa de Baby Etchecopar en Adrogué parece un pequeño museo personal: libros subrayados, fotos en blanco y negro, guitarras apoyadas contra la pared como si guardaran memoria propia. El tono es cálido, íntimo. Alma —su perra, silenciosa, atenta, casi humana en su expresión— se mueve entre sillones y maderas viejas con la familiaridad de quien entiende que allí ocurre algo serio. Baby la mira cada tanto, como buscando en ella un ancla emocional. “Es mi vida”, dice sin dramatismo, pero con esa mezcla de ternura y pérdida anticipada que atraviesa a quienes ya han visto irse demasiado. “Me preparo todos los días para cuando no esté”.
La confesión flota unos segundos en el aire antes de desvanecerse. Entonces se enciende la otra voz, la que el público conoce: directa, filosa, con frases que no buscan gustar sino golpear. Etchecopar cambia de tono con la naturalidad de quien aprendió a sobrevivir al desguace íntimo y al político, a la exposición brutal de los micrófonos y a la incertidumbre del país.
El vínculo con el poder: voto, crítica y desencanto
“Yo voté a Milei”, reconoce para descolocar. Espera un segundo y remata: “Pero hoy no lo haría”. En su visión, la esperanza inicial se transformó en desencanto y luego en cautela. Lo explica con una lógica casi doméstica: si un gobernante maltrata, tarde o temprano se desconecta de su pueblo; si habla como panelista, la gestión se vuelve espectáculo.
Baby no reniega de haberle dado el beneficio de la duda al Presidente. Dice que todos, alguna vez, elegimos con fe. “El que no se permite creer, no construye nada”. Pero su diferencia fundamental con Milei pasa por la empatía: la capacidad de recordar el hambre propia como punto de partida para entender el ajeno.
Habla de su infancia, de la heladera vacía, del día en que una bolsa de pan era un alivio puro. Y desde esa memoria sostiene que la política debe partir del territorio, no de la tribuna. “El que nunca tuvo miedo de no llegar a fin de mes no puede hablar del pueblo. La empatía es tener remedios, tener gas, poder pagar los lentes del nene. No es delito tener, es delito robar”.
La crisis cultural como raíz del conflicto
Etchecopar ve en la Argentina una fractura más profunda que la económica o la partidaria: una fractura moral. Dice que el país olvidó el valor del trabajo y que el exitismo fácil —tomar un plan, cobrar sin producir, sobrevivir más que crecer— se instaló como consuelo social. Se expresa con una contundencia que no elude grietas: “Estamos crispados, somos un país que aprendió a aplaudir al vivo y a desconfiar del que se esfuerza”.
Para él, Milei es síntoma y causa. Un líder que expresa el hartazgo pero también lo amplifica. “Nos enseña a pelear. Y la pelea no construye. El país se levanta con campo, industria, energía, laburo real. No con insultos y épicas vacías”.
Medios, poder y la incomodidad como brújula
Sobre el periodismo, Baby no improvisa. Tiene una ética personal, casi un decálogo: decir lo que incomoda, no decir lo que conviene. “Fui criticado por todos los gobiernos”, dice sin queja. Lo enumera como quien muestra cicatrices con orgullo. “Néstor me pegó. Cristina me incendió. Con De la Rúa terminamos mal. Milei me insulta por redes. Y sin embargo, sigo”.
En su mirada, la crítica no es una postura estética sino un acto de amor duro hacia la democracia. “La complacencia es resignación. La crítica es esperanza. Criticar es creer que todavía podemos ser mejores”.
Etchecopar no reniega del presidente que votó, pero lo obliga —desde el micrófono, desde la opinión— a enfrentarse con su propia ciudadanía. “No se gobierna contra la gente”, repite. “La deuda no se paga con hambre de jubilados. El campo no se destruye mientras devolvés tierras a un Báez. La justicia, si no es justicia, es teatro”.

¿Puede Milei volver a enamorar al votante que lo eligió?
La pregunta queda flotando, y Baby no la evade: “Si cambia, lo volveré a votar. Pero tiene que bajar un cambio, escuchar, dejar de pelear con fantasmas. Gobernar es querer al otro”.
No hay rencor en su juicio, sino una mezcla compleja de decepción y expectativa. Espera —quizás como muchos— que el gobierno madure, que la furia ceda, que el proyecto libertario se vuelva tangible para los que hoy no comen, no estudian, ni duermen.
La tarde cae en Adrogué y Alma, su perra, ya duerme cerca de su silla. Baby la mira y la escena se ablanda otra vez. De fondo, se escucha un televisor lejano repitiendo la agenda diaria de un país exhausto. El periodista suspira, se acomoda en el sillón y deja una última imagen, más íntima que política:
“Yo soy un tipo que sobrevivió. Crítico, sí. Duro, también. Pero porque todavía tengo fe. La crítica es esperanza. La pelea por un país mejor, también”.
No hay provocación gratuita en su frase final. Hay un pedido: que la Argentina encuentre un lugar donde el desacuerdo no sea bala, ni tuit, ni exilio interno, sino un espacio para reconstruirse.


¿Y? ¿A quien le importa acá?