El 17 de septiembre de 1925 Frida Kahlo era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria de Ciudad de México, una institución de prestigio en la que había sólo 35 mujeres entre un total de 2.000 alumnos. Frida estudiaba Medicina, la disciplina que hasta ese momento la apasionaba y que había atravesado su vida como paciente.
Según las investigaciones que se centraron en su vida, Kahlo nació con espina bífida, una afección genética que había impactado a otros integrantes de su familia y que afecta el desarrollo de la columna vertebral. Ese diagnóstico fue el primero de muchos, que irían sumando dolores crónicos y complicaciones cada vez más graves. A los seis años llegó un segundo diagnóstico difícil: poliomielitis. La enfermedad, que impactó duramente a varias generaciones durante el siglo XX, provocó que su pierna derecha fuera mucho más flaca que la izquierda y que sufriera además problemas de circulación que sumarían otro gran dolor crónico.
Faltaba el 17 de septiembre de 1925. Faltaba que el autobús en el que viajaba con su novio de entonces, Alejandro Gómez Arias, fuera arrollado por un tranvía y quedará completamente destruido contra una pared. Faltaba que una baranda metálica le atravesara la pelvis, le fracturó el hueso pélvico en tres partes y saliera por su vagina. Y que el impacto le rompiera además dos costillas, y la clavícula. Y que la pierna derecha, la que la polio había deteriorado, se quebrara en once partes, y que ese pie se dislocara. Faltaba esa tragedia que casi la mata a los 18 años, que la destrozó y que la convirtió en una de las artistas más importantes del siglo XX.
Después de ese mediodía casi fatal, Frida pasó un mes en el hospital y otros dos meses postrada en su casa, en su cama. A las primeras gravísimas heridas que le encontraron apenas la socorrieron se sumaron otras todavía más complejas cuando la trasladaron al hospital: el impacto le había desplazado tres vértebras, lo que suponía una recuperación tan lenta como quieta.
Apenas unos meses antes del accidente, Frida había trabajado como aprendiz en el taller de grabado e imprenta de un amigo de su padre, que cada vez que tenían un rato libre le enseñaba a dibujar copiando algunos grabados y que detectó en ella unas capacidades sobresalientes.
Pero la quietud total a la que la sometió su tragedia cambió sus posibilidades y, entonces, sus prioridades. Fue su padre el que recordó la caja en la que había guardado una paleta, unos pinceles y algunos colores al óleo en su taller de fotografía en la Casa Azul del distinguido barrio de Coyoacán, en la capital mexicana.
En esa casa había nacido Frida, en esa casa moriría y en esa casa funciona hoy el museo que la honra.
Se casaron dos veces, se amaron, fueron infieles.
Frida pintaba a sus hermanas, a los amigos que iban a visitarla y al reflejo que le devolvía el espejo. Pintaba cada vez mejor y cada vez más, y en septiembre de 1926, un año después del accidente que había sufrido, firmó su primer autorretrato al óleo y se lo dedicó a Gómez Arias, que todavía era su novio. Había empezado a reflejar en sus obras los sucesos de su vida, sus estados de ánimo y al mundo que la rodeaba, un punto de vista que no abandonaría nunca y que la llevaría a terminar unas 150 obras.
Su postración volvió tantas veces como sus dolores crónicos, aliviados con medicación cada vez más fuerte, o como las cirugías que los médicos amontonaban sobre su cuerpo lo dispusieron. Esas postraciones eran también instancias en la que la pintura era prácticamente la única actividad posible para Frida
Fue justamente en medio de su acercamiento al Partido Comunista Mexicano que se produjo también su acercamiento a su gran amor, Diego Rivera, pintor como ella y quien estaría a cargo de sus cuidados hasta el día de la muerte de Frida. Y que sería también el hombre que le rompió el corazón.
En vida, Estados Unidos fue la meca del reconocimiento a la obra de Frida. El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), el Instituto de Arte Contemporáneo de Boston y el Museo de Arte de Filadelfia la convocaron a participar de destacadas exposiciones colectivas. Detroit, una de las dos ciudades de ese país en las que pasó más tiempo junto a Diego Rivera, es el escenario de una de sus pinturas más dolorosas: “Henry Ford Hospital”, también llamada “La cama voladora”.
“La pintura ha llenado mi vida. He perdido tres hijos y otra serie de cosas que hubiesen podido llenar mi horrible vida. La pintura lo ha sustituido todo. Creo que no hay nada mejor que el trabajo”, escribió alguna vez en su diario.
Al dolor de esas pérdidas, y al dolor físico que le producían las secuelas del accidente, de la polio y de la espina bífida, se sumó el de una infidelidad distinta a todas las demás que solía cometer Rivera. Diego engañó a Frida con Cristina, la hermana menor de la artista, y eso fue una herida que nunca dejó de sangrar. La pareja se divorció y, aunque volvieron a casarse un año después, nada fue como antes. Frida también empezó a tener relaciones extramatrimoniales -algunas con varones, otras con mujeres- y Diego no perdió las mañas. Pero la compañía que se hacían artística, política y familiarmente estaba firme. Y estaría firme hasta el final.
El final empezó a terminar de asomar hacia 1953, después de esa inauguración a la que Frida llegó en ambulancia y en la que fue profeta en su tierra. Ese mismo año, un tiempo después de aquella tarde, tuvieron que amputarle la pierna derecha, afectada primero por la polio, después por la múltiple fractura de la tragedia vial, y finalmente por una gangrena. La amputación deprimió tanto a Frida que intentó suicidarse varias veces a través de los opioides que tomaba para aliviar su dolor. Justamente el dolor y el sufrimiento eran protagonistas de los poemas que escribía en ese momento, como también habían sido centro de tantas de sus pinturas. Su diario da cuenta de ese malestar. En febrero de 1954 escribió en esas páginas sobre esas intenciones de quitarse la vida y describió los dolores psíquicos y físicos tras la amputación como “una gran tortura”. Diego Rivera era, contaba ella misma, lo único que la mantenía con vida: no deseaba abandonarlo porque tenía “la vanidad” -en sus propias palabras- de creer que él no podría vivir sin ella.
A mediados de abril de 1954 tuvieron que hospitalizarla por otro intento de suicidio y en mayo también. Murió el 13 de julio en 1954 en la casa en la que había nacido y crecido, y en la que se había convertido en una pintora como ninguna otra. Tenía 47 años. La Casa Azul que ahora es un museo sobre su vida y su obra -que corrieron tan a la par- está pintada de un azul inolvidable por lo vital, y adentro están su silla de ruedas, algunos de los corsets que pintó, los óleos que la acompañaron desde su convalecencia adolescente hasta el final y sus cenizas. Su despedida fue pública, en el emblemático Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. Su féretro estuvo envuelto en la bandera del Partido Comunista Mexicano y para la prensa nacionalista eso fue un escándalo.
Su acta de defunción dice que la causa de su muerte fue una embolia pulmonar. Pero la escritora Martha Zamora, biógrafa de Frida y gran investigadora sobre su vida, asegura que las causas pudieron haber sido otras dos: el inexorable deterioro de un cuerpo que acumulaba padecimientos y mutilaciones, o un suicidio involuntario tras una sobredosis de demerol, uno de los opioides que utilizaba para aliviarse.
Su último cuadro, pintado el año de su muerte, dice “Viva la vida”. Lo último que escribió en su diario, también en 1954, dice: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.