Inmediatamente después

Soy semejante al pelícano del desierto; soy como el búho de las soledades. Salmo 102:6

Un cuento de Julio César Guianze

Escritor, periodista, especialista en comunicación política

No quedaba nadie, por lo menos a la vista, y caminé, no sé… ¿veinte kilómetros?

Como no hay carteles ni mojones y la ruta, esa franja de hormigón que tantas veces transité, ignorante de lo que iba a pasar, ni siquiera se asoma: no sé donde estoy.

Es imposible describirlo: puedo hacer lo que quiera y dispongo de todo. Pero no queda nada.

¿Soy el último o hay otros últimos ignorantes de mi supervivencia?

No quiero hablar de dolor. Acabo de aprender que cuan- do una tragedia es tan grande no hay forma de sentir el drama personal. El dolor necesita de los demás. Sin consuelo, sin testigos, el padecimiento se achica tanto que ya no es.

Estoy solo y así es mejor. ¿Qué podría haber sido de mi mujer y mis hijos en estas condiciones?

Apenas consigo algo tirado para comer, ya podrido, tal

vez contaminado de radiación y siempre crudo, con lo que logro calmar las nauseas y reemplazarlas por acidez.

El horizonte, que me rodea como si estuviera parado en el centro de un disco, podría ser hermoso, pero ya no tengo con quien compartirlo. La belleza sin compartir es menos be- lla. Eso también lo acabo de saber.

Descubro un tronco calcinado, lo que parece un miserable oasis de pasto seco, cuatro montañitas desiguales y en línea de aserrín negro que me hacen pensar en los residuos de una familia entera, tal vez sorprendida de paseo por lo que podría haber sido una plaza: en el centro y de la mano, papá y mamá. Los dos chiquitos en un extremo, pidiendo algo, reclamando ir a la calesita, peleando por un juguete.

Ni siquiera tengo noción de lo que hubo antes aquí. No escucho mar, no escucho río, la brisa no trae un olor definido. Sé que ya pasó más de una semana. Los primeros días no pude distinguirlos: estuvieron tapados por una nube roja. Yo dormía de a ratos, temeroso en el escondrijo. Después, el sol volvió a brillar.

¿Este ejercicio me salva de algo? ¿Soy yo, un pobre tipo del conurbano, el último de los hombres o, sin humanidad, ya dejé de serlo?

Creo que no quedan animales: no vuela ni una mosca y la tierra, cuarteada y movida como si se hubiera vuelto primero floja y enseguida dura, forma toboganes irregulares con pozos y depresiones sucesivas y desparejas: una interminable colcha extendida sin esmero.

Me siento grande también, lo reconozco, y cuando miro alrededor, presiento que algo más grande que yo se esconde de mí.

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