La historia que cuenta Mario Delgado Aparaín en este libro –el segundo catalogado para un público infantil– tiene como personajes principales a la condesa Andrea y a su abuela Justiniana, una abuela al mejor estilo de la tradición: de saberes ancestrales y conexiones mágicas con el mundo. Las peripecias de esta fábula acompañan las andanzas de Andrea y Justiniana en un viaje que las hace cruzar el espacio y el tiempo; entre Europa y el sur de América, entre pasado y presente. Una fábula que, tal como es propio de ese género narrativo, introduce la posibilidad de imaginar lo que podría haber sido; una mezcla sutil entre historización y creación. Les propondré los efectos de lectura que llegaron a mis costas a partir de este relato maravilloso; será la forma de hacerles llegar la invitación a que lo lean.
No compongo con la idea de que lo infantil corresponde a una cierta edad o etapa, prefiero pensarla como una afinidad. Afinidad a lo inventivo, a lo inverosímil, a lo surreal, a lo sorprendente y también a lo irracional. Tierra no ubicable donde campea la fantasía; lo infantil aparecerá siempre que esta se instale entre el sujeto y el mundo.
Hubo una experiencia que alguien propuso en un encuentro alguna vez que instaba a “ir” hacia el recuerdo situado en los 5 años; al “volver” del recuerdo, la persona que guiaba la experiencia hacía la pregunta sobre la ambigüedad de la sensación “¿eso pasó o está pasando?”. ¿La infancia fue, o es, esa actualización permanente desde donde, con más o menos afinidad, nos enlazamos con el mundo?
Aquí el punto de crítica es hacia la peyorativización de la infancia que opera la función Psy –es decir, todo el campo discursivo de las disciplinas psicopedagógicas– como aquello que debe ser “madurado”, abandonado para el correcto desarrollo del individuo, que se impone en la visión adultocéntrica que se acerca a la infancia para pedagogizar y domeñar, reduciendo así su potencia de producción de mundos y sentidos.
La fábula de la condesa Andrea y su abuela Justiniana de Mario Delgado Aparaín (Seix Barral, 2024, 168 páginas)
La niñez es una etapa evolutiva, la infancia un estado del alma.
Tener un alma o que ella te tenga anímula chispazo de vida vagula gesto de tomar lo mínimo blandula dulzura de ser infinita.
Quizás el alma sea una paradoja, esa fragilidad potente; la posibilidad de constituir un universo sustancial siendo uno mismo ese universo, de jugar con el sentimiento mágico del mundo. Sustancializarse, darse textura o color o melodía, hacerse un alma. Las habrá lisas y corrugadas, pinchudas o esmeraldas, ocres, salmones; sonarán vigorosas, apabullantes, nítidas o bajitas, casi imperceptibles. En todo caso, experiencia de poiesis, es decir del proceso de creación o producción.
Aquí la literatura como potenciador. Cuando Proust, en Días de lectura (Taurus, 2012), hace el recuento de sus escenarios de lectura, de sus días de niño en los que leer era la actividad física en la que se comprometía por entero, nos hace sentir el rigor que implica estar tomado por. ¿Acaso no se juega allí la puesta-en-alma, según la expresión de Guy Hocquenghem y
René Schérer en Álbum sistemático de la infancia (Anagrama, 1979), es decir esa experiencia sensible mediante la cual el alma se liga al mundo? ¿No es desde los afectos que constituimos esos lazos? Quizá sea porque la potencia que encarna la literatura como experiencia no tiene tanto que ver con el conocimiento sino más bien con la realización, es decir con ese efecto de realización que se establece mediante la palabra y en el relato.
Según el preci(o)s o decir de Agamben, en Infancia e historia (Adriana Hidalgo, 2007), nuestra especie se sostiene a través de la herencia de dos cargas fundamentales: a través del ADN se transmite la genética y a través del relato se transmite la cultura. Relato como cadena de transmisión, la existencia humana intrínsecamente asentada sobre el intercambio de narrativas. El legado de la palabra es tan constitutivo de lo humano como el de los cromosomas, o como dirá el artista Norberto Gómez: “el parentesco está en la lengua”.

La palabra fábula tiene su raíz indoeuropea en fabulare que significa hablar. Es el hablar el responsable de la transmisión. Luego, claro, la palabra comenzó a escribirse y a ser leída; y las fábulas participaron de esta mutación de grado; no ya instalada en el encuentro de lo oral, sino recogiendo la posibilidad de la duración en el tiempo.
Para Benjamín, en El narrador (Metales pesados, 2008), el quid no está tanto en el carácter de transmisión sino en la comunicabilidad de la experiencia; las fábulas son formas de participación de una experiencia común, que deviene común cada vez. Es a través de la fábula de Andrea y Justiniana que Delgado toma la voz del narrador benjaminiano, encarnando una suerte de labor historiadora que construye acontecimientos tejiendo entre la res factae (lo fáctico) y la res fictae (la ficción), como plantea Étienne Souriau en Los diferentes modos de existencia (Cactus, 2017). La estética de la fábula consiste en gran medida en la adaptación mutua del plano anecdótico e histórico. Lo que cuenta ya no es lo fáctico de la historia ni lo ficticio de la fábula, sino algo que ya no es ni la una ni la otra, un entrelazamiento de acontecimientos, percepciones y afectos. El espíritu de la fábula constituye esa posibilidad tan esencial al alma de expansión de los posibles.
Porque el riesgo implícito de sancionar la realidad como si fuera una única y uniforme cosa, como si existiera un solo modo de verla –desde la racionalidad– que se instaura entonces como la Verdad, implica un detrimento de lo que esa experiencia de realidad pudiera ser.
Acontecimientos, virtualidades, fenómenos, cosas, aspectos sutiles de la realidad, existencias mínimas que son aplastadas por el tanque de guerra de la forma de vida racional, adulta. En este sentido, la imaginación, gran vástaga de este tanque racionalizador, es desplazada en su función de mediadora entre lo sensible y lo inteligible. Apartada del camino del conocimiento, la imaginación pierde en su alianza con la aventura, que propone la existencia de una vía hacia la experiencia que pasa por lo extraordinario. El riesgo implícito, vuelvo a decir, de pensar el conjunto realidad-ficción como un dualismo y no como una diplopía, de composición entre ambas cosas, vela a la verdad de su carácter de ficción.
Ahora bien, haber traído a Benjamin hasta estas costas rochenses desde las que escribo (y sobre las que escribió Delgado Aparaín) para pensar la experiencia, hace que quede una bruma de ola. Hoy nos encontramos -diría- en una forma de experiencia cotidiana que está compuesta más de fabulación que de fábulas. Quizá podría plantearse una posible crítica tomando el advenimiento de las inteligencias artificiales para pensar la diferencia entre fábula y fabulación y las consecuencias de estos creadores actuales de narrativas. Arriesgo a plantear que algo de estos efectos no son sino consecuencias relativas a la potencia instauradora de la imaginación. ¿Cómo seguir creyendo en este mundo sin aceptar las falsificaciones que nos imponen? ¿Qué ficción, qué realidades inventar que nos permitan escapar de las fabulaciones, de lo fake? Dirá Philip K. Dick “Todo sistema que afirme: este mundo es lamentable, espera al siguiente, renuncia, no hagas nada, sucumbe — constituye quizás la Gran Mentira” (en La alteración de los mundos. Versiones de Philip K. Dick de David Lapoujade, Cactus, 2022).
En este sentido, y para terminar, agradezco que la fábula que Delgado Aparaín nos cuenta no tenga como fin la transmisión de un mensaje pedagogizante hacia las niñeces, y sí, en todo caso, un mensaje de crítica social.