En una batalla milenaria, hemos sometido a la naturaleza a nuestros fines y antojos. De ser otro animal más, y convivir en el ecosistema, pasamos a esclavizar a todos los otros y transformar a las plantas en sistemas de cultivo genéticamente modificados. Por supervivencia o meramente disfrute, hemos enjaulado a esa naturaleza de la que alguna vez fuimos parte, a sobrevivir entre rejas, mientras la vigilamos y nos alimentamos de ella.
Somos la civilización que finalmente terminó siendo la barbarie: hemos organizado el campo en una fábrica organizada de jardines regados y animales domesticados, atados o preparados para el almuerzo, las viejas selvas en espacios de destrucción y desiertos futuros, las playas, en mercados del turismo s que alimenta el deterioro ambiental y los mares en territorios de asesinatos a mansalva lejos de miradas culposas. No somos parte de la naturaleza, sino sus devoradores. El asfalto y el cemento son nuestro hábitat y en macetas y jaulas guardamos especies y variedades como museos y supermercados.
La hemos “dominado” hace ya miles de años, y la que no comemos, o usamos para nuestros fines, aún domesticada, la mantenemos enjaulada. Allí la vemos y la gozamos, controlamos y apenas dejamos respirar. Es nuestro espacio de culpa redimida. Algunos se logran escapar, pero la mayoría de esta naturaleza es el espejo de nuestro pequeño disfrute culposo. Ella no es naturaleza, sino fotografía de algo que fue, y que apenas nos legó unas pocas hojas y arbustos casi plásticos junto a animales amaestrados como muñecos cuasi inmóviles acostados en mullidas alfombras o mirándonos desde jaulas con la tristeza de la vida perdida. Esta nueva naturaleza es el restaurante que hemos organizado, el reino de la esclavitud sobre el mundo natural, de unas plantitas y flores por aquí y unos pocos supervivientes enjaulados más allá, todos bajo la pata de nuestra despiadada vigilancia y dominación para poder sobrevivir.