Volvemos sobre una herida que no cierra: las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que el pueblo palestino padece desde hace décadas bajo la ocupación israelí. No es una discusión abstracta ni un debate diplomático. Es la realidad diaria de millones de personas sometidas a un régimen que, lejos de garantizar protección, normaliza la violencia estructural y la desigualdad extrema.
La ocupación militar israelí, vigente desde 1967 en Gaza y Cisjordania, ha establecido un sistema que divide vidas y derechos. En los territorios palestinos, la arquitectura de control —checkpoints, muros, incursiones militares, detenciones arbitrarias, restricciones al movimiento y a los recursos básicos— no solo limita libertades individuales, sino que destruye expectativas colectivas. Un pueblo entero vive condicionado por un andamiaje que organiza la opresión como política de Estado.
Diversos organismos de derechos humanos, tanto internacionales como israelíes y palestinos, han calificado esta realidad como un sistema de apartheid: dos regímenes legales paralelos en un mismo territorio, donde un grupo es despojado de su tierra, su infancia y su futuro, mientras otro goza de impunidad absoluta. Esta desigualdad estructural no es un accidente histórico; es el resultado de decisiones deliberadas que buscan consolidar la apropiación progresiva del territorio palestino y bloquear su derecho a la autodeterminación.
Durante más de medio siglo, la ocupación se ha extendido con prácticas que incluyen confiscación de tierras, expansión de asentamientos ilegales, violencia de colonos armados, castigos colectivos y operaciones militares que dejan tras de sí destrucción y pérdida de vidas civiles. Cada violación no es solo un abuso contemporáneo: es un obstáculo más a cualquier horizonte de paz justa y duradera.
Israel, como potencia ocupante, está sujeto al derecho internacional humanitario y a los tratados de derechos humanos. Sin embargo, la ausencia de consecuencias reales ante violaciones reiteradas sostiene un ciclo permanente de impunidad. Y allí radica uno de los problemas centrales: no puede construirse paz donde la ley se aplica selectivamente y donde la comunidad internacional tolera lo intolerable.
El fin de la impunidad no es una consigna ideológica; es una condición indispensable para cualquier proceso de justicia y reconciliación. Reconocer la magnitud del sufrimiento palestino, exigir el respeto a sus derechos fundamentales y garantizar mecanismos efectivos de rendición de cuentas son pasos imprescindibles para avanzar hacia una solución que no reproduzca la desigualdad, sino que restituya dignidad.
Hoy, más que nunca, recordar no alcanza. Es necesario actuar para que la justicia deje de ser una promesa aplazada y se convierta en el cimiento de una paz verdadera. Solo así podrá cerrarse una de las páginas más prolongadas de vulneración de derechos en la historia contemporánea.

