La noche en Gaza ya no tiene silencio. Solo un rumor constante: drones, explosiones lejanas, ambulancias que corren sin destino. En medio de las ruinas, un niño recoge un cuaderno chamuscado entre los escombros de lo que fue una escuela. En las calles hay polvo, humo y un olor agrio que mezcla pólvora con miedo. Todo parece detenido en una misma escena: el bombardeo como rutina, la muerte como parte del paisaje.
Israel continúa su ofensiva sobre la Franja con la misma lógica que desde hace meses convierte cada barrio en una estadística. Los portaaviones frente al Mediterráneo, los cazas que despegan al amanecer, los tanques que avanzan por las calles de Rafah o Khan Younis. La operación, dicen los portavoces, busca “eliminar a los terroristas”. Pero el resultado es otro: miles de civiles muertos, hospitales sin energía, familias enteras que desaparecen bajo los escombros.
En Jerusalén, los ministros hablan de “seguridad nacional” y “derecho a defenderse”. En Gaza, los sobrevivientes hablan de hambre, de agua contaminada, de cuerpos que no alcanzan a ser enterrados. Las palabras cruzan el aire como misiles semánticos: unos hablan de defensa, otros de genocidio. Mientras tanto, los aviones no se detienen.
Las imágenes que llegan desde la Franja se repiten hasta volverse insoportables. Filas de personas desplazadas caminando por carreteras bombardeadas, hospitales convertidos en refugios, periodistas que transmiten entre gritos y polvo. Gaza, ese territorio mínimo y cercado, se ha convertido en una herida abierta en el mapa del mundo. Cada ataque destruye algo más que edificios: destruye la idea de que todavía queda algún límite.
El gobierno israelí insiste en que no hay alternativa, que el enemigo se esconde entre civiles, que cada objetivo es militar. Pero la lógica de la guerra moderna borra las fronteras entre combatiente y víctima. Las bombas no distinguen. Caen sobre los barrios más densos del planeta y convierten a los niños en “daños colaterales”. La expresión técnica se repite en los comunicados oficiales; en Gaza, tiene rostro y nombre.
La comunidad internacional observa, debate, condena, pero no actúa. Las resoluciones de la ONU quedan atrapadas en el veto, las cancillerías miden cada palabra para no romper equilibrios diplomáticos, y las potencias que podrían detener el fuego prefieren mirar hacia otro lado. El mundo se acostumbra al horror y la indiferencia se vuelve cómplice.
Mientras tanto, el gobierno israelí avanza convencido de que su fuerza militar le dará legitimidad moral. Pero ocurre lo contrario: con cada ataque, Israel se aleja más de la justicia que dice defender. La autodefensa no puede convertirse en castigo colectivo, ni la seguridad en venganza. Gaza es hoy una advertencia: lo que se destruye allí no es solo una ciudad, sino la conciencia del mundo.
En los pasillos del poder, los portavoces repiten cifras y argumentos. En las calles de Gaza, los médicos operan sin anestesia, los periodistas transmiten sin dormir, las madres buscan a sus hijos bajo los cascotes. La guerra, contada desde arriba, parece una operación quirúrgica; vista desde abajo, es un cementerio sin fin.
Israel sigue destruyendo Gaza con la frialdad de quien confunde el control con la victoria. Pero no hay victoria posible sobre los muertos. Solo quedan ruinas, resentimiento y un silencio que, cuando por fin llegue, no será de paz, sino de agotamiento.


ESE ES EL PRECIO DEL TERRORISMO QUE SALIO DE GAZA
Cuándo van a entender que ésto es una guerra santa? Y saben cuánto han durado las guerras santas? Y saben por qué terminaron las guerras santas? Sólo que está, dadas las condiciones económicas de los contendientes, durará mucho más.