En la encrucijada de la opresión, la música y la creatividad, el breakdance (también conocido como breaking) emergió en la década de 1970 como un lenguaje corporal de los jóvenes afroamericanos y latinos del sur del Bronx, Nueva York. Más que un simple estilo de baile, fue una respuesta urgente al abandono social, la violencia y la pobreza que asolaban a estos barrios marginados. Allí, entre calles rotas y edificios en ruinas, nació un arte capaz de desafiar la gravedad y al mismo tiempo, el sistema.
El breakdance se formó como una de las cuatro piedras angulares de la cultura hip hop, junto al DJing, el MCing (rapeo) y el graffiti. Sus primeros pasos fueron una fusión de movimientos de artes marciales, gimnasia, danza africana y ritmos latinos. Jóvenes con energía y pocas oportunidades convirtieron el asfalto en su escenario. Las batallas, esas confrontaciones coreográficas sin contacto físico, ofrecieron una alternativa a la violencia de las pandillas. En lugar de armas, se usaban giros, freezes y footwork para ganar respeto y estatus.
Uno de los pioneros más recordados fue DJ Kool Herc, considerado el padre del hip hop, quien alargaba los breaks de las canciones en sus fiestas callejeras. Estos “breaks” (las partes instrumentales más rítmicas) eran el momento donde los bailarines, conocidos como b-boys y b-girls, explotaban en una danza explosiva y acrobática. El término “breaking”, de hecho, viene del argot que significaba “desahogarse” o “volverse loco” bailando.
Durante los años 80, el breaking cruzó fronteras. Películas como Beat Street y Breakin’, además de videoclips musicales, proyectaron el fenómeno al mundo entero. Europa, Japón y América Latina abrazaron con entusiasmo la danza urbana, adaptándola a sus propias culturas y realidades sociales. Sin embargo, con la llegada de nuevos estilos de baile comercial y la transformación del hip hop en un negocio multimillonario, el breakdance quedó parcialmente relegado a los márgenes durante los años 90.
Lejos de desaparecer, el movimiento se fortaleció en las sombras. Las competencias underground y los encuentros internacionales mantuvieron viva la llama. Durante las dos últimas décadas, el breakdance ha vivido un resurgimiento asombroso, evolucionando con un alto nivel técnico y una identidad artística más definida. Hoy, eventos como el Red Bull BC One o el Battle of the Year convocan a miles de espectadores y reúnen a los mejores exponentes del planeta.
El punto culminante de esta legitimación llegó con el anuncio de su inclusión como disciplina olímpica en los Juegos de París 2024. La noticia fue recibida con entusiasmo pero también con escepticismo. ¿Puede una cultura nacida en la calle adaptarse al estricto marco de la competición deportiva? Para muchos b-boys y b-girls, la clave está en no perder la esencia: la expresión individual, la improvisación y la conexión con la música.
Hoy en día, el breakdance es más que una moda pasajera o una rutina para redes sociales. Es una herramienta educativa, un símbolo de resistencia, un canal para la identidad y la libertad. En barrios humildes de Medellín, Berlín, Nairobi o Seúl, niños y niñas aprenden a volar con sus cuerpos sin necesidad de alas. Cada giro en el suelo, cada contorsión imposible, es una afirmación de vida.
El breakdance no solo sobrevive: sigue bailando contra el olvido, girando sobre la historia, y desafiando a quienes aún creen que del caos no puede brotar belleza.