Cualquiera puede hacer una torta de compota, pero nadie como la de mi abuela. Un día amasaba con sus manos de cóndor y se le dio por contar. Éramos cinco: todas mujeres, primas hermanas. Que el campo, que el hombre se había ido a la cosecha, que se quedó sola con el Braulio chiquito y que le quiso mandar comida al hombre.
—Un queso y unos higos —dijo, esparciendo harina como aserrín de hueso sobre la mesada. Que había un peón indio al que le dijo: “llévele esto al hombre”, y que el indio resopló y subió al caballo manoteando el paquete.
La abuela dijo que era joven y linda, que tenía siempre el máuser al lado de la puerta y que se le ocurrió agregarle un fiambre a la vianda.
—Vaya Braulio, le dije al chico, dele al indio pa´su padre.
Y que Braulio corrió y lo llamó a los gritos.
La abuela dijo que el indio lo miró con mala cara:
—…y le cruzó un rebencazo…
La abuela dijo que agarró el fusil y, mientras contaba, armó la pose de tiro: los brazos, con el pellejo colgante, aguantaban el peso del recuerdo.
— Lo tenía en la punta del caño… —siguió la abuela, con la cabeza ladeada y un ojo cerrado.— …y el Braulio venía moqueando… Yo tenía al indio en la punta… —agregó.
Ninguna de nosotras respiró y nos miramos mudas mientras la abuela callaba. Cuando desarmó la postura y giró hacia el horno, olfateó el humo y habló, dándonos la joroba y moviendo la cabeza:
—Ni una cruz le puse… —dijo. —Ni una cruz…
Todas nos tragamos lo que íbamos a preguntar.