La mano

Los movimientos subterráneos estaban en curso. Thomas Heams-Ogus

1

Era martes. Esteban había pasado el día proyectando poses. Llegó contento y ansioso como un perro: solo le faltaban las dos colas.

Mariela no entendía esa urgencia, esa violenta necesidad de sacarse las ganas, y cuando lo saludó, le contó que no podía. Se lo dijo como si le avisara que estaba por llover.

—Me falta estudiar. Discutí con mi vieja. Hoy no puedo.

Esteban recibió la noticia como una censura. Tenía que parar la cinta que seguía dando vueltas en su cabeza —salita de cine privado—, donde era uno de los protagonistas y el único espectador, y guardarla en un fichero hasta la próxima función.

Salió con los ojos casi afuera: no miraba, veía. Y lo que veía era una fila de alternativas monotemáticas en minifalda.

Era de noche y empezaba a llover. La calle estaba brillante y fuera de foco. Dio vueltas y sintió —o tal vez pensó— que le gustaban todas.

Cuando por fin se decidió, eran cerca de las doce.

Subió a General Paz y bajó en el parque. Siempre esperaban en grupo, justo al final de la curva, debajo del mercurio. Fumaban, se turnaban para atacar a cada auto que bajaba la marcha, alguna consultaba el celular.

Esteban miró y siguió de largo. A mitad de cuadra, al lado de un árbol negro, vio la melena rubia, las piernas largas, la pose de gato.

Ni siquiera lo pensó: soltó el pedal, frenó y destrabó la puerta.

La lluvia cortinó a la figura que se abrió paso de un salto y abordó el auto rápida y oportunista como un pirata. Esteban apenas la miró. Puso primera y recorrió unos metros de la calle plateada.

No fueron las rodillas huesudas ni el perfil largo. Tampoco las uñas o el perfume chillón. Ni siquiera fue el peso, ese peso específico con que ocupó el asiento y su presencia de animal lanzado, pero hubo algo, si bien borroso, que le aclaró las cosas de golpe.

—¡Ah! —dijo Esteban— ¿no sos mujer, verdad?

—¡Ja! ¡Soy mejor que una mujer, papi!

El auto avanzaba despacio rodeado de varillas de agua. —Mirá —dijo, tratando de adivinar el camino— a mí no

me gusta… yo nunca…

—Siempre hay una primera vez ¿no? Te va a encantar, papi. Esteban tembló.

—Claro —dijo, buscando controlar el rechazo creciente

—. Pero no me gusta. ¿Te dejo por acá? —le preguntó, y frenó sin mirar a su acompañante, que dijo “Bueno” con toda la hombría de su voz. —Andá por ésta y dejáme cerca de la placita, lejos de las putas —sonaba como un relator de fútbol.

Esteban hizo lo que le dijo y cuando giró, la gruesa voz le ordenó parar.

—Acá. Acá está bien.

Esteban paró.

—Apagá el motor.

—No. Pará. Ya te dije… —empezó Esteban, y cuando iba a completar la frase con un que no me gusta, que no quiero, ¡que no!, vio el revólver: horrible fierro oxidado, feo, de esos que se usan para matar, no como los que se ven en el cine o en las vidrieras de las armerías.

—Pará —dijo Esteban con la voz aniñada— ¿qué hacés? —Si no te la chupó yo, me la vas a chupar vos.

Esteban respiró unos segundos. La lluvia no daba tregua.

 —Ok —dijo, pero guardá eso —y empezó a desprenderse para bajar el cierre.

—No, papi. No entendiste: me la vas a chupar vos. Separó las piernas, apoyó la cartera en el piso, mantuvo el arma en la mano derecha, se subió la minifalda y con un movimiento rápido, usando un solo dedo, corrió la tanga a un costado y saltó un chorizo oscuro que cabeceó como un muñeco de resorte.

2

Esteban no va a olvidar las siguientes frases:

“Con ganas. Abrí más la boca, papi. Saboreálo. Eso. Así.” “Seguí. Seguí que te va a gustar.”

Tampoco se le va a borrar esa pregunta: “¿Viste que lindo es ser nena por un rato?”, ni la última frase, la que anunciaba el final: “Dale, dale que viene el premio y te lo vas a tomar. Dale que es tuyo, papi”.

3

Nadie, y menos Esteban, puede negar que el asco estuvo presente, pero no fue tan estable ni permanente.

El contacto de su lengua con las nervaduras, esa rejilla de várices palpitantes. El agrio regusto indefinible. Las sucesivas arcadas guturales. Sus propios ruidos ensalivados y el olor a maíz —¿por qué se le ocurrió que era maíz?—, que despedían los muslos que apretaban su cara, y la gran mano aferrada a su nuca que lo obligaba a mirar, de tanto en tanto, el muñón morado que de nuevo debía engullir. Esteban tiene tallada esta imagen para siempre, incluso la vuelve a ver cuando mira sus ojos en un espejo.

4

Cuando el final llegó, estuvo a punto de vomitar. La misma mano que lo retuvo le ofreció una servilleta de papel, guardó la tripa lustrosa y acomodó la minifalda. Después de abrir la puerta y bajar, la figura hizo un vaivén de bailarina, y bajo la ducha fría se inclinó y le tiró un beso teatral.

—Chau amorcito. Nos vemos… ¿sí?

Y se fue con paso largo y sinuoso hacia la oscuridad.

5

Esteban escupió todo el camino. Se lavó la cara, hizo buches y hasta se refregó el cuello con fuerza en el baño de un bar. Después, tomó dos whiskys seguidos y cuando llegó a su casa estuvo más de una hora bajo la ducha. Agua: quería agua.

6

¿Por qué subían hasta sus ojos las lágrimas y se iban en silencio, sin llorar? ¿Por qué no odiaba? ¿Qué fueron esos golpes eléctricos en su paladar, que se diseminaron en oleadas espinosas hasta los últimos recodos de su cuerpo? ¿Y esos escalofríos y temblores, esa ansiedad sin fin? ¿Qué lo llevó a arquearse como un gato cuando la gruesa mano caliente le acarició la espalda? ¿Y esa sorpresiva y no total erección suya cuando promediaba la faena? ¿Y qué fue eso que le hizo creer, muy confusamente y lleno de salvedades, que quería por un segundo, que la cosa siguiera?

No. No le gustó. No. ¿Pero hay algo más viejo que el gusto que vive su vida y hace y deshace por su cuenta?

Esteban no tiene, no encuentra, una sola respuesta.

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