No es exclusivo de la historia política de América Latina; la experiencia del carisma puede ocurrir en cualquier sociedad que atraviese profundas crisis económico-políticas. Un ejemplo contemporáneo es el caso de Donald Trump en Estados Unidos, donde su ascenso se produjo en un contexto de polarización y descontento social. Además, el carisma puede adoptar diferentes direcciones políticas: en algunos casos, puede ser democratizador y progresista, mientras que en otros puede tomar un giro autoritario y conservador.
Un aspecto que a menudo se pasa por alto es que el líder carismático no surge en cualquier momento histórico. Existe un «momento carismático», un tiempo de excepcionalidad que crea las condiciones propicias para su aparición. Estos momentos suelen coincidir con crisis económicas y estatales que erosionan las certidumbres de la vida de las personas, afectando las condiciones de existencia de amplios sectores de la población. Esto provoca que muchos se distancien de las narrativas dominantes y, en medio de acciones colectivas, estén dispuestos a adoptar nuevas creencias que les devuelvan la confianza en un futuro más esperanzador. Así, solo en medio de una crisis estatal general puede surgir un líder carismático.
Figuras como Juan Domingo Perón, Getulio Vargas, Lázaro Cárdenas, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Andrés Manuel López Obrador en México han emergido en momentos de transición entre ciclos de acumulación económica y legitimación política. En el siglo XX, pasamos de un liberalismo censitario y un modelo primario exportador al desarrollismo nacionalista, y en el siglo XXI, de un neoliberalismo oligárquico a un posneoliberalismo con inclusión social. En ambos momentos cismáticos, los líderes carismáticos son reflejos de la crisis y una vía hacia su resolución, promoviendo una nueva cohesión social y mejoras en las condiciones materiales de vida de las mayorías populares.
El liderazgo carismático se convierte en una forma de unificación contenciosa de la sociedad, construyendo clases sociales, forjando alianzas y, sobre todo, enfrentando a aquellos que son considerados adversarios en tiempos de crisis. Por ello, el liderazgo carismático puede ser visto como una forma temporal de personificación de un nuevo núcleo unificador de la nación o de la plurinacionalidad, así como de la enunciación de sus adversidades.
Cuando el enemigo a derrotar es parte sustancial de la sociedad, como los migrantes, nos encontramos ante un liderazgo conservador y autoritario, que busca aislar a quienes son considerados «patógenos» para el cuerpo nacional. En este contexto, la nación tiende a encogerse y mutilarse para «salvarse». En cambio, cuando los adversarios son las oligarquías, ya sean locales o externas, la nación a reivindicar es expansiva, correspondiendo a liderazgos progresistas que buscan la inclusión.
Por lo tanto, no es sorprendente que la influencia histórica de los líderes carismáticos sea tan profunda y duradera en el tiempo. Para grandes mayorías sociales, estos líderes se convierten en la personificación de su reconocimiento como individuos dignos y sujetos de derechos. Representan el abandono de la marginalidad y la indigencia, así como la ampliación de su consumo, el acceso a su primera vivienda y la posibilidad de que sus hijos accedan a la educación superior. La experiencia de la igualdad en el acceso a la salud y a beneficios sociales se convierte en un símbolo de avance, independientemente de su apellido o color de piel. El éxito del proyecto nacional-popular depende de apoyarse en una estructura estatal redistributiva.
La vivencia popular del liderazgo carismático es fundacional y marcará el destino de futuras adhesiones a lo largo de la vida. Así, la influencia de la historia carismática perdura, incluso más allá de la existencia del líder, manteniendo su relevancia en la memoria colectiva.
A pesar de que los líderes carismáticos puedan haber dejado el gobierno o que el momento carismático que les dio origen haya desaparecido, seguirán ejerciendo una influencia política significativa en la sociedad y mantendrán el monopolio decisional en el espacio partidario al que pertenecen. Aunque el cierre de la fase épica del carisma puede disminuir la capacidad de convocatoria del líder, siempre articularán una sólida base de adherentes que será crucial para la futura conformación de una nueva mayoría social con impacto estatal.
En el caso del fallecimiento del líder, sus seguidores intentarán disputar su legado, con diferentes niveles de éxito dependiendo de cómo se enmarque la continuidad de su influencia. También existen transiciones pactadas o rutinas de «rutinización» del carisma, como la de López Obrador en México, donde el líder delega autoridad y pasa a un rol de sombra política, pero mantiene espacios de influencia en la estructura estatal. Esta experiencia es, hasta ahora, una de las más exitosas.
La mayor complejidad surge cuando un líder carismático intenta regresar a funciones gubernamentales directas tras la conclusión de su momento carismático. Un riesgo es que intente repetir las propuestas que en el pasado fueron efectivas para enfrentar la crisis, pero que ahora resultan insuficientes para abordar los nuevos problemas sociales. Esto puede llevar a una autodegradación y al colapso de su influencia política por la falta de resolución de las demandas populares. Además, el propio grupo de seguidores puede exigir su oportunidad de gobernar, rompiendo con el líder que los elevó y, a través de manipulaciones legales, proscribiendo electoralmente, como ha ocurrido en Ecuador y Bolivia. Estos seguidores, a menudo poco preparados, pueden encontrarse con desastrosas gestiones que, aunque puedan desprestigiar al bloque nacional-popular, también lo aíslen y reducen su capacidad de acción.
Otra posibilidad es que las fuerzas políticas conservadoras, impulsadas por resentimientos de clase, busquen eliminar o proscribir al líder. Este es el caso de Cristina Fernández en Argentina, donde estas élites, carentes de un sentido nacional, no comprenden que encarcelar a un líder carismático es también encerrar una parte de la historia misma del país. La nación trasciende las instituciones corruptas; es, ante todo, una memoria y una emotividad compartida que construye un «yo» común a lo largo del tiempo.
Para muchos, el agravio a un líder carismático se vive como un ataque a la dignidad colectiva, lo que inevitablemente desata, en este momento tardío del carisma, la fase de victimización que unifica a lo popular. El martirio de la líder evoca en la memoria popular la necesidad de una redención, centralizando la autoridad carismática y otorgándole nueva vitalidad para intentar recuperar una mayoría social electoral. Todo dependerá de la capacidad de la líder carismática para trascender la devoción por la nostalgia y promover un apego a una nueva esperanza, una esperanza expansiva que se inscriba en un futuro prometedor.