La guerra, cuento de nuestros padres y abuelos, esa que estaba guardada en libros y que solo conocíamos por películas volvió a ser real y titular de la prensa y la televisión para algunos, pero desespero y sufrimiento para otros.
Es el regreso a la historia humana marcada por destinos manifiestos, hombres imbuidos de sueños, pueblos incentivados a sentir su felicidad en centímetros de tierra y de luchas con la historia nunca aceptada del pasado. Seguimos las peripecias de esta guerra al minuto y calculamos la suma diaria de muertes, desplazados, metros de tierras en disputa y bombardeos continuos de casas, comercios, edificios o centrales de luz, agua y comida. Desde aquí la sentimos a kilómetros de kilómetros de distancia.
Pero está aquí también, es real y nos retrotrae a otros tiempos de otras locuras humanas que pensábamos enterradas. Su olor a pólvora destroza vidas y contamina sociedades. Crea nuevos futuros probando armas mientras forja nuevas alianzas y entierra sueños, familias enteras y tradiciones. Niños y mujeres huyendo hacia el vacío del desgarro, presos y asesinos cambiando libertad por sangre, huidas entre las fronteras buscando la vida propia y ciudades sepultadas por las bombas, como resultado de otro nuevo sueño descabellado de tierras prometidas y destinos manifiestos.
No es nuca solo una guerra y buscar cambiar alguna historia inconclusa, sino la puerta a la dimensión conocida de los odios, las venganzas y los juicios interminables de la historia. Mientras tanto, millones de millones gastados en destrucción, tierras regadas de sangre que guarnan minas escondidas, poblaciones diezmadas y pueblos destruidos y abandonados, por algunos centímetros del mapamundi. Con ellos quedarán cuerpos enterrados, familias desgarradas y manos llorando desgracias. Todo por el deseo de una nueva alambrada con un bandera cambiada de lugar.