Carolina tiene 38 años, tres hijos —de 14, 10 y 6 años— y una rutina que empieza a las cinco y media de la mañana. Vive en la zona oeste de Montevideo y trabaja como auxiliar de cocina en un comedor escolar. Cobra 26.500 pesos líquidos, más alguna changa irregular de fines de semana que aparece “cuando pinta”, como dice ella. Pero la mayor parte del ingreso fijo del hogar proviene de su salario y de las transferencias del Estado: Asignaciones Familiares, Tarjeta Uruguay Social y boletos subsidiados para los chiquilines. “Sin eso no llego ni al miércoles”, afirma.
Carolina, ¿cómo describirías el rol del Estado en tu vida cotidiana?
Yo te digo lo que siento: el Estado está, pero a medias. Te da lo justo para que no te caigas del todo, pero nunca lo suficiente para ponerte de pie. Las asignaciones ayudan, claro, pero no acompañan lo que sube la comida. A veces tenés la tarjeta cargada y el kilo de pollo ya está 30 pesos más. Entonces, ¿cómo hacés?
Hay una mezcla de resignación y bronca cuando habla. No es militante de nada, no participa en colectivos. Su política es la vida diaria, la olla y las cuentas.
¿Qué parte de tus ingresos dependen directamente de la asistencia?
Más de un tercio. Yo sé que suena fuerte, pero es así. Si mañana me sacan las asignaciones, tengo que elegir entre pagar la luz o comer mejor. Y pagar el alquiler ya es un lujo; por eso vivo en lo de mi madre, que también recibe pensión mínima… Imagínate lo que es todo junto.

¿Sentís que la asistencia es suficiente para sostener a una familia?
No. Es asistencia para “apagar incendios”, no para vivir dignamente. Los boletos subsidiados sirven, pero igual gastó más de mil pesos por mes en transporte. La tarjeta llega a 2.200 pesos, que hoy son dos compras chicas. La escuela te ayuda, pero los gurises crecen, necesitan championes, abrigos, materiales. Todo aumenta menos lo que recibimos.
Carolina recuerda que hace un año pidió un préstamo de la cooperativa para pagar útiles, uniforme y un celular para que los dos mayores pudieran seguir las tareas virtuales cuando la escuela manda deberes en línea. Todavía está pagando ese préstamo: “Estoy pagando el 2024 en el 2025”, dice, entre risa amarga.
¿Qué pasa cuando necesitás algo que no está dentro de la asistencia?
Te endeudás. Eso hacemos todas las mujeres que somos jefas de hogar. El sistema te empuja. Si un gurí se enferma, si precisás arreglar una puerta, si se te rompe un electrodoméstico, no hay asistencia que cubra eso. Entonces vas al préstamo, al crédito en la feria, a lo que sea. Y después quedás ahogada. Yo conozco vecinas que pagan tres créditos distintos. Yo tengo uno… por ahora.
¿Cómo impacta esto en tu salud mental y en la crianza?
Una vive con la cabeza prendida fuego. Yo trato de que mis hijos no lo sientan, pero claro que lo sienten. Vivís pensando cómo estirar la plata. Y eso te desgasta. A veces estoy tan cansada que no tengo energía ni para ayudar con la tarea. Pero una sigue. Porque si no sigo yo, ¿quién sigue?
¿Qué cambiarías del sistema de asistencia si pudieras?
Primero: que se actualice según los precios reales. No podés tener una tarjeta congelada cuando la comida aumenta todos los meses. Segundo: que haya apoyo para madres trabajadoras. Guarderías accesibles, horarios extendidos, cursos de formación. Tercero: alquileres sociales de verdad, no los que se anuncian y después son para pocos.
Carolina respira hondo. No espera grandes cambios, pero tampoco renuncia a pedirlos.
¿Sentís que las jefas de hogar son escuchadas por el sistema político?
No, para nada. Aparecemos en los discursos, sí. Somos una palabra linda para usar en campaña: “las mujeres, las madres solas, las más vulnerables”, pero en el día a día no cambia nada. Ningún partido se plantó a decir: vamos a medir la asistencia según la canasta real de una familia con niños. Ninguno. Entonces, ¿qué escuchan de nosotras?
La entrevista termina con un gesto que mezcla cansancio y dignidad. Carolina se levanta, se acomoda la mochila gastada y mira el reloj. Se tiene que ir a buscar a su hijo menor a la escuela.
Yo quiero trabajar y vivir dignamente —dice antes de despedirse—. No estoy pidiendo lujos. Solo que la asistencia sea una base, no un salvavidas agujereado. Porque así como está, la asistencia alcanza para sobrevivir… pero no para vivir.

