China está haciendo frente a la mayor ola de infecciones por coronavirus en dos años. Desde principios de marzo, la cifra de nuevos casos ha experimentado un aumento progresivo hasta alcanzar números solo registrados en el inicio de la pandemia, una situación que pone en entredicho la pertinencia de continuar la política de covid cero. A excepción de Tíbet, Xinjiang y Ningxia, todas las provincias han registrado contagios en la última semana y hay 414 áreas clasificadas de mediano o alto riesgo (casi 300 más que hace siete días). La respuesta del Gobierno ha sido contundente: se han movilizado trabajadores y recursos para hacer pruebas masivas y construir instalaciones temporales, y se ha decretado el confinamiento de la provincia de Jilin, de 24 millones de habitantes, y de la ciudad de Shenzhen, de 17,4 millones, el mayor cierre desde el de Hubei en enero de 2020. Las autoridades han modificado ciertos protocolos de su política de covid cero, pero menos que otros países asiáticos que también han sido estrictos durante la pandemia, como Singapur o Corea del Sur, donde también han sufrido un fuerte repunte en las últimas semanas. El gigante se niega a convivir con el virus.
Desde el estallido de la crisis sanitaria en Wuhan, los confinamientos, el monitoreo, las pruebas de PCR masivas y las cuarentenas han formado parte del día a día de los 1.402 millones de chinos. Si bien es innegable que la estrategia de tolerancia cero contra la covid-19 ha funcionado en términos de salud, permitiendo que la nación más poblada del planeta registre cifras mínimas en comparación con otros países, el escrutinio constante en la vida de los ciudadanos empieza a pesar. “Estamos acostumbrados a llevar mascarilla, tomarnos la temperatura y escanear el código de salud para entrar a cualquier lugar… pero creo que estas medidas ahora no son tan eficaces”, opina Wang Zhuang, mujer de 32 años que vive en Pekín.
Xinfu, amiga de Wang que prefiere hablar bajo un pseudónimo, opina que si bien “las medidas son necesarias para proteger la vida de todos los chinos, las restricciones provocan mucha presión y en algunos casos se está dando una respuesta exagerada, porque nadie quiere asumir la responsabilidad de que aumenten los contagios”. Esta mujer de 29 años trabaja en una empresa estatal que desde hace dos años no le permite viajar a su ciudad natal, ni siquiera para casarse. A pesar de que, salvo en periodos de rebrotes, la movilidad entre provincias no ha estado restringida en China, muchas compañías imponen protocolos más estrictos que los de las propias autoridades. “Sé que si nos relajamos como en Europa o Estados Unidos podría morir mucha gente, pero espero que todo vuelva a la normalidad cuanto antes”, se lamenta.
Australia, Nueva Zelanda o Singapur, que habían permanecido con las fronteras completamente selladas, han empezado a reabrirse. Japón pone el lunes fin al estado de casi emergencia, aunque el primer ministro, Fumio Kishida, alerta de que “habrá un periodo de transición, en el que se deberá actuar con cautela”. En Corea del Sur, las cifras parecen indicar que el pico de la ómicron está a punto de alcanzarse y, a pesar de que los casos diarios superan con creces las primeras predicciones, el toque de queda y los límites de reunión se han relajado ante la presión de los pequeños negocios. En el sureste asiático, Filipinas, que ha estado sumido en uno de los confinamientos más largos y estrictos del planeta, y que recientemente sufrió una grave ola de contagios, también avanza firme hacia “la nueva normalidad”, a pesar de que tan solo el 59% de sus 109 millones de habitantes ha recibido las dos dosis. Vietnam, con el 98% de los adultos completamente vacunados, ha anunciado el fin de las cuarentenas para turistas, en un intento de reimpulsar esta industria clave para su economía, tal y como ya hicieron Tailandia e Indonesia.
China, aunque reacia a seguir el ejemplo de sus vecinos, esta semana se ha visto obligada a cambiar en cierta medida su táctica. Ha dado luz verde a utilizar pruebas de antígenos, además de las PCR, permite que los pacientes con síntomas leves sean trasladados a instalaciones designadas para cuarentenas (hasta ahora, obligaba a hospitalizar a todos los positivos, sin importar la gravedad de su estado) y ha flexibilizado los niveles de carga viral necesarios para que un paciente pueda recibir el alta. Además, la cuarentena para los pacientes ya curados se ha reducido de 14 a 7 días en casa tras salir del hospital. Sin embargo, las medidas siguen siendo muy estrictas.
La señora Zhang reside en Changchun, la capital de Jilin, provincia confinada desde el 11 de marzo. “Calculaban que el brote estaría controlado en una semana”, cuenta. No obstante, no existe la certeza de que este sábado finalice tal aislamiento. En las redes sociales chinas circulan mensajes —que desaparecen en cuestión de minutos— en los que se alerta de anuncios inexactos de la duración de estas cuarentenas, a veces, por desconocimiento de los funcionarios locales de cuál es la decisión que tomarán a la postre los de más arriba.
“No tenemos permitido reunirnos y todos los días nos hacen una PCR. Solo podemos salir para comprar en el supermercado que hay dentro de nuestra comunidad.
No faltan productos, pero han subido un poco los precios”, agrega Zhang. En su opinión, los residentes están cooperando y acatando las reglas, sin quejas.
En cierta medida, China no puede permitirse relajar por completo las restricciones: el país no cuenta con el número suficiente de camas en las UCI y, en las zonas rurales, la sanidad es muy limitada. Un brote descontrolado podría provocar la saturación del sistema hospitalario, como ha ocurrido recientemente en Hong Kong. Según datos oficiales, cerca del 88% de la población china ha recibido la pauta completa de la vacuna, aunque entre los mayores de 60 años la tasa se reduce al 80%.
Las autoridades sanitarias asocian el reciente repunte de casos a los pacientes asintomáticos contagiados por la variante ómicron. Esta tendencia al alza ha entorpecido las labores de rastreo, indispensables para aplicar con éxito la estrategia de cero infecciones. El reconocido experto en enfermedades infecciosas Zhang Wenhong, una de las pocas voces que se ha mostrado abiertamente a favor de relajar esta política, expresó esta semana que “es muy importante continuar adoptándola para contener la quinta ola”. Analistas de la Universidad de Lanzhou, que han desarrollado los modelos chinos de predicción de la covid-19, calculan que el pico se alcanzará a principios de abril, con un total de 35.
000 enfermos. La Comisión Nacional de Salud comunicó el viernes que hay 16.
974 casos activos en la parte continental de China, 18 de ellos en estado grave.
“La política de cero covid es prácticamente imposible de implementar con la variante ómicron”, considera Dicky Budiman, investigador de Seguridad Sanitaria Global en la Universidad Griffith de Brisbane (Australia). “La estrategia más viable es la de combinar sus vacunas con una dosis de refuerzo de las de ARN mensajero, que han demostrado ser más eficaces”, apunta. “China se encuentra en una situación muy crítica porque, a excepción de lo que ocurrió en Wuhan, muchas regiones no están realmente preparadas contra el virus, ya que apenas han tenido exposición a él”, afirma Budiman.
Las fuertes medidas comienzan a hacer mella. “Necesitamos aprender a convivir con la pandemia. Nos sentimos muy seguros dentro de China, sí, pero soñamos con recuperar nuestra vida”, expresa la joven Wang Zhuang. Sin embargo, esa suerte de resignación a la inevitabilidad de coexistir con el virus se mantiene fuera de las alternativas que barajan en las altas esferas de Pekín, especialmente de cara al congreso de otoño, cuando está previsto el nombramiento de Xi Jinping para una tercera legislatura. Antes de esa cita, a China le esperan, además, la celebración de dos eventos deportivos de gran envergadura en territorio nacional: la Universidad de Verano en Chengdu y los Juegos Asiáticos de 2022 en Hangzhou.