En la fila del ómnibus, en una reunión de trabajo o frente a la pantalla del celular: ahí están los dedos, siempre cerca de la boca. A veces es apenas un gesto disimulado, otras, una lucha abierta entre la voluntad y la ansiedad. Quien se muerde las uñas no lo hace por descuido, sino porque algo más profundo se activa en ese acto tan pequeño como persistente.
La onicofagia —ese es su nombre clínico— afecta a entre el 20 y el 30% de la población mundial, con mayor incidencia en adolescentes y jóvenes adultos. Sin embargo, detrás de esa cifra hay historias cotidianas, nervios acumulados, frustraciones contenidas y momentos de soledad que encuentran escape en un gesto repetido casi sin conciencia.
Martina, 34 años, periodista, dice que lo hace “desde que tiene memoria”. “He intentado todo: esmaltes amargos, guantes, terapias. Pero cuando estoy estresada o me concentro en algo, ni me doy cuenta y ya tengo los dedos destrozados. No es solo una manía, es como si me descargara”. En su relato aparece el costado más humano de este hábito: la necesidad de control en un entorno que muchas veces lo quita todo.
Los especialistas coinciden en que comerse las uñas puede ser un mecanismo de autorregulación emocional. “El cuerpo busca calmar la ansiedad a través del movimiento repetitivo. Es una conducta que genera alivio momentáneo, pero luego viene la culpa y el daño físico”, explica la psicóloga clínica Laura Godoy. El círculo se repite: tensión, mordida, alivio, culpa.
Las consecuencias van más allá de la estética. La piel de los dedos queda expuesta a infecciones bacterianas, hongos y heridas que pueden complicarse. En casos más graves, se daña la estructura de la uña e incluso el esmalte dental. “He tenido pacientes con infecciones profundas en los dedos por morderse hasta sangrar”, cuenta un dermatólogo del Hospital de Clínicas. Pero el problema no es solo corporal: la onicofagia también afecta la autoestima. Muchos evitan dar la mano o mostrar las uñas en público.
El fenómeno tiene raíces en la infancia. A menudo comienza como imitación o respuesta al estrés escolar. Los padres, desesperados, suelen recurrir al castigo o la vergüenza, lo que solo empeora la situación. “Es importante comprender que no se trata de falta de voluntad. Es un síntoma, no un defecto de carácter”, apunta Godoy.
Superar el hábito requiere tiempo y enfoque integral. Existen terapias cognitivo-conductuales que ayudan a identificar los disparadores emocionales y reemplazar el acto por gestos más saludables, como apretar una pelota antiestrés o practicar respiración consciente. También se recomienda mantener las uñas cortas y prolijas, aplicar esmaltes protectores y —sobre todo— trabajar la relación con la ansiedad.
El avance de la neurociencia también aporta una explicación: la conducta repetitiva activa circuitos cerebrales de recompensa similares a los de otros comportamientos compulsivos. En otras palabras, el cuerpo “aprende” que morder alivia, y repetirlo se vuelve casi automático.
“Cuando logré dejarlo por unas semanas, me sentí liberada”, cuenta Martina. “Pero basta con una discusión o una fecha de entrega para que vuelva el impulso. A veces pienso que mis uñas son mi termómetro emocional.”
Quizás ese sea el punto: las uñas mordidas hablan de un malestar más hondo, de una tensión que necesita canalizarse. No son solo una costumbre fea, sino un lenguaje del cuerpo que pide atención.
En un mundo que exige perfección y calma, comerse las uñas es un pequeño acto de rebeldía y de vulnerabilidad. Es el cuerpo recordando que la ansiedad no se borra con voluntad, sino con comprensión. Y que detrás de cada dedo lastimado hay alguien tratando, una y otra vez, de encontrar la manera de calmarse.

