Gabriel García Márquez, en algún lugar de la memoria

Una crónica sobre el tejedor de realidades que convirtió el Caribe en un universo de mito y palabra

La primera vez que la luz del proyector se coló en su vida, fue en Aracataca. No era una sala elegante, sino un corredor de casa, una sábana blanca tendida y la máquina mágica que escupía fantasmas de nitrato. El niño Gabriel Eligio García Márquez, Gabo para los suyos, de la mano de su abuelo el Coronel Nicolás Márquez, vio desfilar las sombras de La Marquesa de Pompadour. Aquella noche, en el vientre del Caribe colombiano, no lo sabía, pero se sellaba un pacto secreto entre dos artes hermanas: la literatura y el cine.

Toda su vida, García Márquez escribiría con los ojos de un cineasta y soñaría películas con el alma de un narrador. Este no es solo el relato del Nobel colombiano, el genio del «realismo mágico», esta es la crónica del hombre que entendió que las historias no pertenecen al papel, sino al corazón humano, y que pueden latir con la misma fuerza en las páginas de un libro que en los 24 fotogramas por segundo de una película.

El Aprendiz De Brujo

Antes de Macondo, estuvo el río Magdalena, antes de los Buendía, estuvo un joven con una determinación férrea, que llegaba a Bogotá, «la gris», desde la polvorienta Costa Caribe. En la capital, estudiando derecho por imposición familiar, la literatura fue su refugio, pero no fue solo Kafka y sus Metamorfosis la epifanía, fue el cine.

En los cines de Bogotá, Gabo devoraba películas. Veía tres, cuatro al día. Aprendió el lenguaje del montaje, de los planos secuencia, de los fundidos a negro. Leyó a los grandes teóricos y soñó, no con escribir la gran novela americana, sino con dirigir. En El Espectador, donde empezó como periodista, sus crónicas ya tenían un ritmo visual, eran viajes sobre la ciudad, un primer plano en la vida de los olvidados.

Su acercamiento formal al cine fue una crítica, luego, un guión: «La langosta azul» (1954), un cortometraje experimental que co-dirigió con el pintor Enrique Grau y el escritor Álvaro Cepeda Samudio, es un artefacto curioso, lleno de ecos surrealistas y una narrativa que prefiguraba lo que vendría. Era el balbuceo de un cineasta en ciernes, pero la pobreza técnica y la falta de oportunidades en Colombia lo obligaron a guardar esa ambición en un cajón. No la abandonó; la transmutó.

Fue en esta forja donde comprendió que la cámara no estaba fuera, sino dentro de su cabeza. Al sentarse a escribir «El coronel no tiene quien le escriba» (1961), la prosa es austera, visual. Se puede ver al coronel esperando, la lluvia cayendo sobre el pueblo, la gallina en el centro de la habitación. Cada escena es un plano perfectamente compuesto. La literatura se le volvió el set de filmación más grande del mundo, donde el presupuesto era la imaginación y los efectos especiales, la palabra precisa.

El Big Bang Literario: La Invención De Macondo

Y entonces, en un viaje a Aracataca con su madre, el universo estalló. La semilla de «Cien años de soledad» (1967) germinó no como una historia, sino como una geografía, un cosmos completo con sus leyes físicas y sus fantasmas. Al escribirla, García Márquez no solo estaba contando la saga de los Buendía; estaba dirigiendo la épica de un pueblo.

El «realismo mágico» no era, para Gabo, un estilo literario. Era la manera de ver el mundo de su Caribe. Y era, también, la esencia del cine. ¿Qué es el cine sino la magia de hacer creíble lo increíble? Que una persona se reduzca a un tamaño minúsculo en «El viaje de Chihiro» o que un hombre vuele con un paraguas en «Mary Poppins» lo aceptamos porque la cámara nos lo muestra. García Márquez hacía lo mismo con su prosa: filmaba lo maravilloso con la autoridad de un documentalista.

Gabo amaba el cine como arte, pero despreciaba el cine como negocio. Quería control creativo, entender el proceso. Por eso, cuando finalmente vendió los derechos de «El coronel no tiene quien le escriba» a Arturo Ripstein en México, se involucró de lleno en el guión. Fue su bautismo de fuego en la adaptación: la agonía de traducir sus propias imágenes literarias a un lenguaje fílmico, de sacrificar escenas queridas, de encontrar equivalencias visuales.

La experiencia fue formativa, comprendió que una novela y una película son criaturas distintas. La novela puede explorar la conciencia; la película debe mostrar la acción. De esta frustración nació una determinación: si quería que su cine fuera fiel a su mundo, tendría que crearlo él mismo.

El Socio Estratégico: Gabo Y «El Güero» Menta

El punto de inflexión en su carrera cinematográfica llegó con la amistad más fructífera de su vida: la del cineasta cubano Miguel «El Güero» Littín. Juntos, adaptaron «La viuda de Montiel» (1979). Fue una colaboración simbiótica, Littín entendía el universo visual de Gabo, y Gabo confiaba en la mirada de Littín. Aprendió que el cine, a diferencia de la soledad del escritor, es un arte colectivo.

Pero su gran contribución al cine iberoamericano fue la fundación, junto a su amigo el escritor Plinio Apuleyo Mendoza, de la Productora Fílmica Macondo.

El proyecto más emblemático fue «Tiempo de morir» (1985). Gabo había escrito el guion años atrás, y ahora confió la dirección a un joven director mexicano llamado Jorge Alí Triana. La película, un western caribeño sobre la venganza y el tiempo, es quizás la adaptación más fiel y poderosa de su obra. Triana capturó la textura visual de la prosa de Gabo: el calor opresivo, la violencia latente, la obsesión que carcome a los personajes. Era la prueba de que, con el equipo correcto, su literatura podía respirar en la pantalla.

Durante esta época, García Márquez se convirtió en un mentor y un imán para cineastas. Organizó talleres en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, que fundó junto a Fernando Birri y Julio García Espinosa. Su casa era un perpetuo set de encuentros con directores como Francesco Rosi, Mike Newell o Ruy Guerra, con quienes colaboró en adaptaciones de sus obras como «Crónica de una muerte anunciada».

El Escritor Que Filmaba Con Palabras

Gabriel García Márquez murió en 2014, pero su diálogo con el cine está lejos de terminar. Su influencia es omnipresente, se puede rastrear en el realismo mágico visual de directores como el mexicano Alejandro González Iñárritu («Amores Perros»), el brasileño Fernando Meirelles («Ciudad de Dios»), o incluso en el cine fantástico de un Hayao Miyazaki.

Gabo no fue un escritor que ocasionalmente flirteó con el cine, fue un arquitecto de realidades cuyo material de construcción fue, indiferentemente, la tinta o la luz. En su taller de creador, la literatura y el cine no eran reinos separados, sino dos ríos que fluían hacia el mismo mar: el mar de la narración.

El niño que vio La Marquesa de Pompadour en una sábana blanca en Aracataca creció para convertirse en el dueño del circo más grande de la literatura moderna. Y en ese circo, los trapecistas volaban sin red, las mujeres se elevaban al cielo con la ropa tendida, y los recuerdos se podían comprar en frascos de vidrio. Pero sobre todo, en ese circo, cada palabra era un fotograma, cada párrafo una secuencia, y cada novela, la película más grande jamás filmada en la pantalla infinita de la imaginación humana.

Al final, como él mismo dijo, la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Gabriel García Márquez, el cronista, el mago, el cineasta de la palabra, nos dejó la película de su memoria. Y es una película que nunca, nunca, deja de proyectarse.

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