Huida desesperada de miles de civiles

El padre Tadeus imparte la bendición a dos feligreses a los que ha sacado en su coche de Irpin tras varios días de asedio de las tropas rusas. La despedida es rápida en la carretera que lleva a Kiev. Esta vía se ha convertido en un torrente por el que escapan miles de personas. Vestido con sotana y estola, este sacerdote católico de 62 años se da media vuelta y regresa decidido en sentido contrario del que toma el éxodo que huye de la guerra y que está vaciando el casco urbano. El cura asegura que no tiene intención de dejar su iglesia.

Los combates se han recrudecido en esta localidad de alrededor de 60.000 habitantes situada a unos 25 kilómetros del centro de la capital de Ucrania. Las bombas han caído este fin de semana junto a la estación de trenes y una parte importante de la población ya no dispone de agua, electricidad o gas, según el testimonio de varios de los ciudadanos. “Tenemos que quedarnos a proteger esta ciudad, aunque yo no tengo arma”, explica Dimitri, de 40 años, que ejerce de conductor voluntario para las personas que desean salir.

Las detonaciones se escuchan con frecuencia y las columnas de humo negro se elevan tanto al este como al oeste. Un misil surca el cielo disparando aún más el estado de nervios de los presentes. Grupos de militares ucranios se dirigen a pie hacia el frente preparados para entrar en combate con los rusos, que hostigan esta zona al noroeste de Kiev desde hace una semana. Con inmenso dolor y cierto orgullo patrio, los ven pasar los civiles que dejan atrás su ciudad. Los habitantes comprueban con la incredulidad dibujada en el rostro que la guerra ha llegado a la misma puerta de sus casas. No saben cuándo regresarán, cuándo podrán normalizar su vida de nuevo.

Desde antes de llegar a Irpin por la carretera que conduce desde Kiev, se intuyen las dimensiones del movimiento de refugiados por los nutridos grupos de personas que caminan por el arcén y el carril bici. Artem, de 30 años, avanza junto a su mujer y un grupo de conocidos. Cuenta que la ciudad está tomada por el Ejército, pero que no ha visto a uno solo de los soldados rusos. “Lo peor han sido los tres últimos días”, comenta sobre los combates.

El Ejército local se divide las tareas en Irpin. En el frente, trata de frenar el avance de las tropas rusas. En la retaguardia, ayudan junto a los milicianos a evacuar la población. Miles de personas se agolpaban este sábado entre los restos del puente que los propios soldados ucranios dinamitaron la semana pasada para intentar retrasar el avance hacia Kiev de las tropas del Kremlin. Los pilares que todavía aguantan forman un corredor bajo la carretera por el que acceden los refugiados al cauce del río por un vomitorio que se queda estrecho ante la gran afluencia. Pese a la muchedumbre, apenas un puñado de militares van dando paso porque, de manera sorprendente, el orden apenas se ve alterado en el tumulto. Eso sí, los cascotes de ese puente volado en el pueblo de Romanov hacen ahora de embudo cuando los civiles necesitan escapar.

Este sábado se multiplican los testimonios del horror dejado atrás. Como el de María, de 22 años, que viene casi con lo puesto desde Bucha, cinco kilómetros más allá de Irpin. Ese ha sido en la última semana otro escenario de los más feroces combates con imágenes de una columna de blindados rusos calcinada en una de las calles principales. María, que apenas se detiene a hablar con el reportero, trata de llegar junto a su prima a la estación de tren de Kiev y después a Polonia.

Jóvenes uniformados del Ejército ucranio se afanan en ayudar a pasar a los bebés, a los niños, a los ancianos y a los que han huido con más equipaje del que pueden transportar por sí mismos. Son muchos los que no dejan atrás a sus mascotas. Los perros y gatos son también protagonistas de la escapada. Para otros, lo que no hay que dejar atrás son iconos religiosos y la Biblia. La más absoluta incredulidad se dibuja tras las gafas de Shirley, originaria de Hong Kong y casada con Jan, un ucranio, como ella, de 33 años. Ambos, residentes en Irpin, van fuertemente cogidos de la mano hacia donde la marea humana les lleve.

Todo vale para ayudar a trasladar a las personas con dificultades por encima de los tablones habilitados sobre el cauce del río Irpin. Hay mujeres, sin fuerza para seguir avanzando, que son alzadas sobre mantas en la parte más agreste; a otras directamente las recogen los militares y las cargan sobre ellos. Algunos necesitan todavía más ayuda, pues llegan en silla de ruedas. Superado el puente, hay varias carretillas de las que los voluntarios tiran con personas que avanzan casi desfallecidas por la carretera de Romanov. Oxana, una doctora militar, está atenta para asistir a los que ve más derrumbados.

En uno de los cruces, delante de un carro de combate, espera una veintena de personas que apenas pueden desplazarse por sí mismos. Son pacientes evacuados del hospital de Irpin a primera hora del sábado, confirma Serguéi, de 33 años, un doble amputado que se mueve sobre dos prótesis. Explica que están esperando a que los trasladen a un centro médico de Kiev. Muchos a su alrededor van sobre muletas o caminan con piernas ortopédicas. Uno, incluso, lleva su pierna de plástico sobre la bolsa de deporte donde porta sus pertenencias.

Cerca de la iglesia de Romanov, Vlod, un militar de 19 años, trata de calmar el llanto de Emma, una niña de cinco meses que lleva en sus brazos. Julia, su madre, llora desconsolada porque la situación le supera. Por unos instantes no encuentra a su marido, Oleg. “Estos últimos 11 días han sido los más terroríficos de mi vida”, cuenta en el momento en que logran acomodarla en el asiento delantero de una furgoneta con el bebé en su regazo. “Nuestra vida era perfecta en Irpin. Sus parques… ahora es una ruina. Esto es muy duro”, lamenta Julia todavía con el rostro bañado en lágrimas.

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