La improvisación como política de comunicación

Porque en Uruguay, la verdadera crisis no siempre está en los hechos: muchas veces está en cómo se los cuenta.

Si hay algo que distingue a los gobiernos cuando enfrentan una crisis no es solo la rapidez con la que actúan, sino la claridad con la que comunican. En Uruguay, sin embargo, la comunicación de crisis se ha transformado en un síntoma más del problema: falta de estrategia, mensajes contradictorios y una preocupante tendencia a negar antes que explicar.

Cada vez que estalla un conflicto —ya sea en la gestión sanitaria, en el ámbito portuario, en temas de defensa o en escándalos políticos— la primera reacción oficial suele ser el silencio, seguido de una cadena de declaraciones improvisadas que intentan apagar incendios con palabras desordenadas. No hay planificación, ni portavoces definidos, ni relato coherente. Lo que hay es una sucesión de respuestas reactivas que agravan la percepción pública del descontrol.

En un país que presume de instituciones sólidas, la comunicación gubernamental parece anclada en una lógica del pasado: comunicar cuando ya no queda otra opción. En vez de anticipar la crisis, se espera que explote. En vez de informar con datos y transparencia, se apuesta al desgaste del tema en la opinión pública. Esa práctica no solo erosiona la credibilidad del gobierno de turno, sino también la confianza ciudadana en el sistema político en su conjunto.

La gestión moderna de crisis requiere tres elementos básicos: velocidad, empatía y coherencia. Uruguay, lamentablemente, falla en los tres. Se comunica tarde, sin un discurso unificado y sin asumir responsabilidades con humanidad. Los ministros se contradicen, las oficinas de prensa se desentienden y los comunicados oficiales llegan cuando la narrativa ya está instalada por los medios o las redes. Así, el Estado pierde el control del relato y, con él, su capacidad de influir en la percepción pública.

En tiempos de hiperconectividad, donde la información circula a la velocidad de un tuit, el costo del silencio o la imprecisión es altísimo. Las crisis no se gestionan con desmentidos parciales ni con conferencias improvisadas, sino con estrategia y liderazgo comunicacional. El problema es que en Uruguay la comunicación política suele ser vista como un accesorio estético, no como una herramienta de gestión.

La consecuencia de esta debilidad estructural es clara: cada episodio crítico deja más heridos en la credibilidad institucional. Cuando se comunica mal, se gobierna peor. Y cuando se gobierna con desconfianza, toda política pública —por sólida que sea— pierde legitimidad.

El país necesita una comunicación de crisis que sea parte del Estado y no del humor del día. Una política profesional, técnica y transparente, que entienda que informar no es una concesión, sino una obligación democrática.

Porque en Uruguay, la verdadera crisis no siempre está en los hechos: muchas veces está en cómo se los cuenta.

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