Durante años, la sal fue sinónimo de sabor, de ese toque indispensable que realza cualquier plato. Pero en silencio, ese mismo ingrediente que parece inofensivo se ha convertido en uno de los mayores enemigos de la salud moderna. Uruguay, como tantos otros países, vive una epidemia invisible: la del exceso de sodio en la dieta cotidiana.
En el mostrador de una panadería del centro, Mariana pide “media flauta calentita”. No lo sabe, pero ese pan que compra cada mañana ya contiene más sal de la recomendada para un desayuno. “Yo no soy de echarle sal a la comida”, dice. Lo que ignora —como la mayoría— es que más del 70% del sodio que consumimos no viene del salero, sino de los alimentos industrializados y de panificados.
Según datos del Ministerio de Salud Pública, los uruguayos consumen en promedio más del doble de sal de lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud: unos 10 gramos diarios frente a los 5 sugeridos. El exceso de sodio está directamente vinculado con la hipertensión arterial, que afecta a uno de cada tres adultos. Y detrás de esa cifra se esconde una cadena de problemas mayores: infartos, accidentes cerebrovasculares y enfermedades renales crónicas.
“El paladar se educa”, explica la doctora Leticia Figueroa, especialista en nutrición clínica. “Las personas creen que la comida sin sal no tiene gusto, pero el cuerpo se acostumbra. Lo que pasa es que vivimos en una cultura donde la sal está naturalizada desde la infancia”. La industria alimentaria lo sabe y ajusta sus fórmulas para que el gusto salado se vuelva irresistible.
Hace algunos años, Uruguay fue pionero en la región al promover la reducción voluntaria de sal en panaderías y alimentos procesados. Sin embargo, los resultados se estancaron. Las campañas de sensibilización perdieron fuerza y el consumo volvió a subir. “Es difícil sostener políticas de salud pública cuando los hábitos se construyen alrededor del placer”, admite un técnico del MSP.
En los consultorios, la realidad se repite: personas que llegan con presión alta, retención de líquidos o insuficiencia renal sin haber sentido nunca un síntoma previo. La sal no avisa, se acumula. “No es un veneno inmediato —dice Figueroa—, es una gota diaria que con los años rompe la pared del vaso sanguíneo.”
Algunos consumidores, como Mariana, empiezan a tomar conciencia. “Ahora cocino sin sal y uso hierbas. Al principio fue horrible, pero después el gusto cambia”, confiesa. Su historia refleja una tendencia incipiente: la de quienes buscan recuperar el control de lo que comen en un entorno saturado de estímulos salados.
Reducir el consumo de sal no es solo una cuestión de salud individual, sino de política pública. Implica etiquetado claro, educación alimentaria desde la escuela, responsabilidad empresarial y comunicación sostenida. El desafío está en cambiar una cultura de exceso por una de equilibrio.
Porque la sal, en su justa medida, no es el enemigo. Es el abuso el que enferma. Y mientras sigamos creyendo que una pizca más no hace diferencia, seguiremos pagando con nuestra salud el precio del sabor.

