La última de papá

"Los muertos nunca se parecen a los vivos que fueron" Pierre Lemaitre

David Moscovich no era astuto ni inteligente: pertenecía a la misma especie que yo. Se sentaba conmigo, era muy generoso y como no pronunciaba la erre, le ponía apodos a los compañeros cuyos nombres llevaban esa escarpada dificultad: Raulito era Peludo, Víctor era Mono, Rosario era Pequitas y yo era simplemente Leo.

—Tomá —me dijo David, mientras me acercaba un pa- pel—, es el estudio de mi viejo. Dice que vayas mañana.

Apenas entré, sentí que estaba en un mundo secreto hecho de misterio y silencios de película, y hasta me preparé para encontrar un bicho embalsamado, un esqueleto detrás de la puerta o una mano en formol —recordé los fetos del laboratorio de la escuela, sumergidos y enfrascados como conejos en escabeche—, y sin saludarme, el padre de Moscovich me habló:

—Mirá —empezó con la misma cara cansada de su hijo—, acá no hay menos de cinco mil cadáveres… Y no sé si no hay más… —agregó, haciendo girar el dedo como para señalarme las paredes forradas con cajas de cartón. Recuerdo que a la derecha, en segundo plano, cuatro tomas de una escena del crimen goteaban colgadas de una tanza: el cuerpo de una mujer sobre un damero. Tenía los brazos abiertos, le faltaba un zapato.

—Las que todavía me impresionan, son las criaturas… cuando hay chiquitos es distinto… —me aseguró Moscovich con esa voz estridente que rompía sin piedad la atmósfera sordomuda del estudio 

— Pero los otros me dan risa… Sobre todo cuando quedan cubriéndose para parar las balas… Mirá esto —me ordenó, y sacó de un cajón la foto de una cara congelada en una morisqueta. Desde arriba, una mano sostenía un lápiz que penetraba casi por completo a través de un orificio en la frente.

—Está hecho mierda —dije, como si hiciera falta.

—El perito muestra el recorrido… Fijáte que el proyectil ingresó por ahí y salió por la base del cráneo. Cuando hizo la prueba, el tipo largó el lápiz y cayó por el otro lado. ¡Nos moríamos de risa! Desaparecía y volvía aparecer como si lo empujaran desde adentro! Clic, clic, hacía sobre la mesa —dijo, y me mostró su hilera de dientes enormes y mientras giraba para volver a meter la foto en un cajón, agregó que ese también…

—…ese también puso la mano para parar una bala…

Después, cambió el aire, se cruzó de brazos y recostado en uno de los pocos espacios libres soltó la frase que yo esperaba desde el principio.

—Bueno, decime qué necesitás… David me contó algo… Le di los datos.

—Debe estar por acá, seguro que está acá… —y metió las manos en una caja.

Mientras el padre de Moscovich buscaba, leí las etiquetas de los estantes: ACCIDENTALES – PERICIAS – HOMICI- DIOS – DIAPOSITIVAS DE HUELLAS – SUICIDAS – DUDO-

SAS… y frené en un plano corto de una pareja. Las cabezas estaban juntas, apoyadas en una almohada. De las fosas nasales brotaba una voluminosa espuma que se fundía entre ellos como una mermelada.

—Recién casados, pérdida de gas. —me explicó Moscovich, y se inclinó sobre otra caja.

Debajo de la imagen, alguien había escrito entre signos de admiración: CERRAR LA LLAVE ANTES DE SALIR.

Miré sin muchas ganas algunas otras fotos que ambientaban el estudio: estranguladas y decapitados. En un estante había mujeres: una sucesión de figurines de peluquería con el pelo inflado y la mirada entreabierta —pensé en mamá, que muchas veces salía en las fotos familiares con esa misma cara de nada— y más arriba, una novia de fiesta junto a un hombre que sonreía apretado en un impecable y brilloso traje negro. Los objetos del altar resplandecían, y arriba, a la izquierda, un Cristo tallado en madera, flaco y marrón, arrugaba la cara como si tomara sol con los brazos abiertos o el flash del padre de David lo hubiera encandilando. Mientras miraba desparramados sobre la mesa unos cadáveres en miniatura dispuestos entre rollos y recipientes con líquido revelador, escuché un silencio nuevo. Me pareció que la respiración del fotógrafo se había encogido. Fue como esa quietud que se percibe antes de una explosión, o que en realidad uno cree haber notado, siempre después, cuando recuerda el estruendo. Moscovich se agachó y se paró dos veces seguidas y tiró sobre la mesa una lámina: era la carta ganadora.

—¿Ésta? —me preguntó, y sin esperar nada, confirmó que sí, que era esa. —Acá tenés otra. Mirá tranquilo. Lleváte la que quieras.

Me puse la mano en la boca y dije “Dios mío”, aunque enseguida me dio un poco de risa. Parecía una caricatura: viejo y desnudo, una mano en el mentón, los dientes postizos mordiéndole el labio como un pescado rabioso. La foto era en blanco y negro y no pude saber si se había puesto azul, verde o amarillo. Estaba seco, bien muerto y eso sí, con los ojos abiertos.

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