La vida del prisionero español que murió del lado de los mayas

En su novela ‘El renegado’, Julio Castedo escarba en la biografía de un alférez que prefirió morir con sus captores antes que traicionarlos

Los momentos más surrealistas y desopilantes de la conquista española de América se producían siempre antes de cada enfrentamiento con los indígenas. Por ejemplo, en la batalla del río Grijalva, las tropas de Cortés (no más de 300 hombres) desembarcan y reclaman a los mayas su rendición. Pero antes de la lucha, el notario del rey debe explicar a los indios por qué están obligados a deponer las armas y obedecer a un monarca que no conocen. El discurso en castellano decía algo así como “de parte del muy poderoso y muy católico defensor de la iglesia, siempre vencedor y nunca vencido, don Carlos, rey por la Gracia de Dios de las Españas… que de esos descendientes hubo uno que de nombre san Pedro al que todos los habitantes del mundo obedecieron… A este lo llamaron Papa, que significa admirable, mayor, padre y guardados…. de forma que les obedezcáis y sirváis con buena voluntad y sin ninguna resistencia…”.

La perorata solía durar unos cinco o diez minutos ―en virtud de las flechas que caían sobre el notario, si este seguía vivo, se podía alargar o acortar, como muy bien cuenta Juan Eslava Galán en su magistral La conquista de América contada para escépticos―. Si los conquistadores iban acompañados de traductor ―“lengua” lo denominaban en la época― se hacía una versión adaptada para los indios (que incluía referencias tan exóticas como la Silla de Roma, los judíos, Adán y Eva o a la Santa Fe). Pero como en la mayoría de los casos no existía la posibilidad de disponer de un intérprete, los indios solo veían a un asustadísimo señor vestido de negro con un papel desenrollado en las manos, unos metros por delante de las filas amenazantes de las tropas castellanas, emitiendo unos extraños sonidos que para ellos no significaban absolutamente nada. Algo así como si un terrícola tuviese que desentrañar en escasos minutos el significado de las cuatro notas musicales que los marcianos enviaban a la Tierra en la película Encuentros en la tercera fase.

Al final, los mayas o el pueblo que correspondiera se cansaban, temían que les fuesen a quitar sus tierras, y terminaban por sacar sus lanzas de madera y espadas de obsidiana. Comenzaba de esta manera la matanza que, por lo general, y gracias a la superior tecnología europea, se cebaba en el bando indígena, aunque no siempre, dada la gigantesca desproporción de fuerzas entre unos y otros. Conquistar un imperio con 300 hombres, por muy armados que estén, es una hazaña sobrehumana. España tardó aproximadamente en domeñar el territorio comprendido entre la Patagonia y Alaska el mismo tiempo que Roma la totalidad de la península Ibérica, y eso que el imperio hispánico alcanzó los 20 millones de kilómetros cuadrados, 40 veces el tamaño de España y Portugal juntos.

En esa inmensidad temporal y terrenal, acaecieron situaciones difíciles de creer que, curiosamente, están reflejadas en la literatura o la cinematografía extranjera bajo otras denominaciones o discursos como Robinson Crusoe, El último mohicano, La conquista del Oeste o Pocahontas.

El caso de Gonzalo Guerrero (1470-1536) ―un nombre que no sonará a la inmensa mayoría de los españoles, pero sí a los mexicanos― protagoniza uno de esos procesos humanos más interesantes sucedidos en tierras americanas. Los españoles de su época le conocían como El renegado, porque abandonó los ejércitos de Fernando el Católico en América para pasarse al bando indio, mientras que en la actualidad en México u Honduras está considerado “el padre del mestizaje”.

Tuvo tres hijos con la princesa maya Yxpilotzama, aunque a su primogénita la lanzó a una oscura cavidad para aplacar la ira de los dioses que, por lo que se ve, se manifestaban en forma de plaga de langosta. Lo cuenta todo el escritor Julio Castedo en su novela El renegado (Almuzara, 2021), con buen estilo narrativo, adentrando al lector en la bellísimas y peligrosas selvas centroamericanas y con toques de humor como cuando Hernán Cortés, ante el largo discurso del notario antes de la batalla, le exige: “¡Abrevia, Godoy”. A lo que este responde, viendo que las flechas iban a comenzar pronto a sobrevolar su cabeza: “Con lo dicho, queda expuesto el requerimiento y los presentes son testigos”. El jefe indio entonces “mira al suelo, inspira por las ventanas de su nariz hasta llenar su pecho de aire, agita la cabeza a ambos lados como si la tuviera invadida por insectos y lanza un inequívoco grito de guerra: ‘Hasta la muerte”.

Esta apasionante historia, nos recuerda Castedo, comienza en el mar Caribe en 1512 cuando el incompetente capitán Juan de Valdivia se muestra incapaz de domar su nave en mitad de una enorme tormenta. La nao, cargada de tesoros, se va a las profundidades del mar de la península del Yucatán y solo 13 tripulantes consiguen aferrarse a un pequeño esquife sin alimentos y sin agua. Finalmente, unos pocos logran arribar a tierra, donde los mayas los apresan ―a cuatro les arrancan vivos el corazón en un acto religioso― y al resto los matan de hambre, agotamiento, torturas o sed. Únicamente dos de ellos, los alféreces y amigos íntimos Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero sobreviven. El primero como esclavo, el segundo como artesano.

Cuando Hernán Cortés emprende su búsqueda 17 años después y los halla, De Aguilar da gracias a Dios por el milagro, mientras que Guerrero se niega a regresar con los españoles: es otro hombre, ya no es el soldado que había luchado con el Gran Capitán en Italia, se había impregnado de las sonidos de las selvas americanas, de sus gentes, de su música, de sus sabores, de sus creencias, de los animales sagrados y respetados…

Guerrero, experto soldado profesional y que conocía perfectamente las técnicas castrenses españolas, sabía que no existían posibilidades de éxito en el bando indígena. Pero no se rinde, presenta bravamente batalla a los soldados de Carlos I sabiendo que se dirigía a una muerte segura con sus valientes guerreros de primitivas armas. Por eso, el gran jefe maya Kinich recupera su cadáver, lo coloca en una canoa y deja que se pierda en las lentas aguas del río. “Que los dioses acompañen siempre a este hombre justo, y que río lo lleve en paz al gran mar del cual provino”. Vamos, Robinson Crusoe, El último mohicano, La conquista del Oeste y Pocahontas en un único relato, pero este real y con héroes españoles y aztecas en ambos bandos que terminaron uniéndose en mestizaje, lo que deseaba Guerrero.

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