Ciertamente, a lo largo de la historia, han surgido invenciones que han impactado de manera radical en la configuración del paisaje social. Estas creaciones humanas, impulsadas por un deseo persistente de superación y avance, han dado lugar a importantes progresos científicos y tecnológicos que han logrado emancipar a las sociedades. Ejemplos como la rueda, el papel, la imprenta, la electricidad, las vacunas, la radio, la píldora anticonceptiva, el aeroplano, el motor de vapor y la penicilina, entre otros, han ampliado significativamente las posibilidades de las personas. En este contexto, es difícil no considerar a Internet, a pesar de su origen militar, como una de estas innovaciones transformadoras.
Sin embargo, es crucial reconocer que ninguno de estos grandes descubrimientos puede ser atribuido a una sola persona. A pesar de lo que algunos relatos históricos sugieren, individualizar los inventos ignora el rico entorno social en el que surgen, así como la vasta acumulación de esfuerzos y contribuciones colectivas que los preceden. De igual manera, pensar que estas innovaciones pueden generar cambios por sí solas es otorgarles características casi mágicas, desdibujando otros factores importantes en el ámbito político, espiritual, ideológico y económico que son fundamentales para operar transformaciones sociales efectivas.
Atribuir excesivo valor a una tecnología en particular es similar a la creencia antigua en amuletos que se pensaban poseedores de propiedades mágicas y transformadoras. En tiempos pasados, la fe de las comunidades en estos objetos, impulsada por la necesidad y la autoridad de quienes los promueven, a menudo lograba resultados concretos. De manera análoga, hoy se observa un fenómeno similar con las tecnologías digitales, que se les atribuye casi místicamente el poder de resolver la acumulación de problemas sociales y la crisis multidimensional que enfrentamos. Este fenómeno refleja una forma contemporánea de fetichismo, que no solo se manifiesta en las élites de poder, sino que también encuentra aceptación en amplios sectores de la población.
El término «fetiche», que proviene del portugués y se ha adaptado en el francés, significa hechizo o encantamiento, y captura la esencia de esta fascinación por las tecnologías en la actualidad.
La técnica, que es la hermana menor de la ciencia, no siempre ha sido un motor de evolución humana. A lo largo de la historia, los gobernantes han mostrado un interés constante en alcanzar la supremacía tecnológica como medio para dominar a otros. Por ejemplo, el desarrollo de la metalurgia en la antigua Mesopotamia permitió a los imperios sucesivos equiparse mejor para la guerra. De igual forma, las habilidades en construcción naval fueron clave para la expansión colonialista que siguió. Estos avances condujeron eventualmente a la creación de maquinarias de destrucción masiva, que han causado millones de muertes, culminando en el horror del armamentismo nuclear.
En la actualidad, la automatización digital, que está bajo el control de altos mandos corporativos, opera bajo una única moral: la búsqueda del lucro a cualquier costo. Por ello, en lugar de centrarse en el bienestar público, se orienta hacia la extracción y mercantilización de datos, la vigilancia, la manipulación, la desinformación y, por supuesto, el perfeccionamiento de tecnologías de destrucción.
A su vez, la propaganda corporativa, amplificada por la misma tecnología, invade nuestras vidas a través de dispositivos sofisticados, intentando convencernos de que estas soluciones tecnológicas son la panacea para superar todos los problemas y conflictos sociales. La “innovación” tecnológica se presenta en cada discurso como la única respuesta a la crisis generalizada del sistema. Así, por ejemplo, se sugiere que la degradación ambiental y climática podría solucionarse mediante la venta de sistemas de menor consumo energético, en lugar de abordar la necesidad de un consumo equitativo y responsable en las regiones más ricas del planeta para satisfacer las necesidades de las poblaciones empobrecidas.
De manera similar, aunque se alaba la capacidad lingüístico-conceptual de ciertas aplicaciones de Inteligencia Artificial, la falta de voluntad política en las cúpulas impide la implementación de programas que eliminen el hambre y la miseria. En muchos lugares, la salud universal es un sueño inalcanzable, mientras que en otros, los avances tecnológicos en el sector sanitario alcanzan niveles asombrosos. La educación, que debería ser un vehículo para la elevación humana, corre el riesgo de quedar atrapada en los estrechos confines de programas de aprendizaje diseñados por empresas. La violencia sigue extendiendo sus tentáculos, ignorando la promesa de un metaverso digital que supuestamente ofrece posibilidades infinitas.
Y, por supuesto, chatear con bots amistosos no aliviará en absoluto la creciente sensación de soledad que experimentan muchas personas, resultado de la erosión de los lazos sociales. Mientras tanto, estas mismas tecnologías están contribuyendo a la precarización laboral, la monopolización de la comunicación, la especulación financiera masiva, la explotación de recursos y la perpetuación del supremacismo cultural.
Es evidente que el discurso de las grandes empresas tecnológicas, que presentan sus productos como el único futuro viable, solo facilita la expansión de sus negocios y profundiza la dependencia de sus tecnologías, creando un ciclo vicioso que representa una nueva etapa de neocolonialismo.
¿Es sensato confiar el destino de la humanidad a las intenciones de ejecutivos, accionistas y desarrolladores de estas empresas, quienes están inmersos en la misma ideología tecno fetichista y priorizan su bienestar individual? La respuesta es un rotundo no.
A fin de no quedar rezagados, muchos gobiernos, líderes y agrupaciones populares caen también en la trampa de la tecnoadicción, creyendo en una lógica de progreso lineal y única. Esta mentalidad los lleva a aceptar falsas dádivas, como servicios y aplicaciones básicas sin costo, y a seguir los caminos impuestos por las grandes corporaciones, sin darse cuenta de que esto los encierra en nuevas dependencias.
Enfrentando presiones de corto plazo, estos gobernantes intentan responder al embate del gran capital, cuyo ariete de demolición es ahora la “convergencia” de tecnologías como redes neuronales, computación cuántica y digitalización del mundo físico. Por un lado, deben mostrarse “modernizadores” para no enfrentar un juicio popular adverso en las próximas elecciones, pero al mismo tiempo, quedan atrapados en las lógicas del industrialismo del siglo pasado, aunque con herramientas más livianas, pero igual de poderosas.
Incluso algunos círculos intelectuales se ven arrastrados a utilizar los mismos elementos, llegando en ocasiones a adoptar posturas deshumanizantes al basar sus argumentos en aplicaciones diseñadas por entidades que se encuentran en las antípodas de su ideología. ¿Dónde queda allí el pensamiento crítico, el debate y la deliberación? ¿Dónde está la capacidad humana para inspirarse y proponer nuevas ideas?
Es poco probable que los líderes que controlan los algoritmos y determinan qué se muestra en las redes sociales apoyen, en un arrebato de compasión, el impulso revolucionario de los movimientos sociales. ¿Acaso compartirán contenidos que promuevan un cambio real o se limitarán a inundarnos con propaganda comercial y material superficial, dejando apenas vestigios de un aparente pluralismo?
Estos interrogantes deben ser abordados con la máxima seriedad por aquellos que anhelan un mundo verdaderamente diferente.
Los “luditas” fueron un movimiento de protesta en la Inglaterra de principios del siglo XIX que utilizó, entre otras tácticas, la destrucción de maquinaria para oponerse a la introducción de telares y máquinas de hilar que amenazaban con reemplazar a los artesanos. Este antecedente histórico se utiliza a menudo hoy para equiparar una crítica consciente sobre los riesgos de los cambios técnicos con una resistencia enfermiza al progreso, lo que desalienta un análisis equilibrado y libre de fundamentalismos.
Es indudable que la rápida evolución de herramientas y modalidades puede generar una sensación de extrañeza y nostalgia por tiempos pasados. Sin embargo, esto no justifica la necesidad de un análisis crítico sobre las intenciones, especialmente aquellas de carácter comercial o de control, que subyacen a los desarrollos tecnológicos de las corporaciones monopólicas.
Además, es esencial observar las implicancias de la concentración de poder económico y político, que atenta contra el ejercicio universal de los derechos humanos. El progreso debe ser para todos o no será.
A partir de la década de 1980, surgió un movimiento que no sólo formuló críticas a la orientación capitalista de los servicios y aplicaciones digitales, sino que también desarrolló alternativas eficaces. Así, se han multiplicado las “tecnologías libres”, que promueven la libertad de uso, estudio, distribución y mejora de los programas informáticos. Estas libertades contribuyen a la desconcentración del poder y fomentan la producción colectiva de conocimiento.
Hoy en día, existen aplicaciones y servicios libres para casi todos los usos habituales, desarrollados por individuos, colectivos e incluso Estados que han comprendido la importancia de liberarse del yugo comercial corporativo. No obstante, es fundamental estar alerta ante el riesgo de un “tecnofetichismo alternativo”, que pueda reducir la resistencia al sistema capitalista a un simple cambio de hábitos de consumo tecnológico.
El individualismo que socava la convivencia no se superará simplemente reemplazando códigos informáticos, sino a través de actitudes solidarias y acciones colectivas que desafíen el egoísmo. La tecnología es solo un campo de lucha en la búsqueda de un sistema más justo. No debemos perder de vista que la rentabilidad del negocio digital puede cambiar en cualquier momento a medida que surjan modelos más lucrativos.
Además, es crucial evitar caer en la trampa de la comodidad del especialista informático. Compartir el impulso revolucionario con otras luchas sociales y políticas es esencial, y contribuir con conocimientos desde el ámbito tecnológico puede ser fundamental para los cambios que se avecinan.
La tecnología sólo tiene sentido si contribuye a aliviar el sufrimiento humano. Estos avances no deben estar limitados por cláusulas comerciales ni restringidos a ciertas regiones, perpetuando desigualdades. La idea del “derrame”, que sugiere que el desarrollo científico de algunas áreas se expandirá a otras, es una fórmula utilizada por la ideología capitalista para justificar desigualdades.
Humanizar la tecnología puede parecer redundante, ya que toda tecnología es un producto humano, o incluso contradictorio si se piensa en lo “humano” como algo opuesto a la mecánica fría. Sin embargo, este debe ser el parámetro a seguir para construir un mundo social acorde a la dignidad humana. Humanizar la tecnología significa evaluar el beneficio que un sistema aporta no solo en términos prácticos o económicos, sino también en el bienestar psicológico y emocional de las personas.
Ampliar solidariamente la libertad humana en múltiples dimensiones debería ser la ética que guíe toda innovación tecnológica, ya que la superación de las dificultades es la esencia del avance en el conocimiento. La comprensión del ser humano como un ente histórico que no sólo transforma su entorno, sino también su propia condición, será lo que nos impulse hacia nuevos horizontes.
No obstante, este nuevo paisaje no surgirá únicamente de cambios tecnológicos externos, sino que requerirá una transformación interna hacia nuevos valores, conductas y objetivos vitales. Humanizar la tecnología, entonces, se convierte en una misión esencial en el esfuerzo por humanizar la Tierra.