Ballester

1

Cuando era chico, los viejos socios del club cantaban, ya

colorados, alzando las jarras. Temblaban las panzas de crema, babeaban vino o cerveza y se les salían los pedos.

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Una madrugada, mientras trataba de dormir con la cabeza apoyada en las piernas de mamá, vi que desenrollaban banderas y descubrían, detrás de los cortinados, un surtido de insignias y escudos sobre paños negros. Algunos se limpiaban las lágrimas, otros gritaban y sonreían. A esa hora, mi primo Mauricio ya se había ido con los padres, pero nuestro abuelo seguía de fiesta: mostraba los dientes de oro y le brillaban los ojos como piedras marinas.

De tarde, con Mauricio jugábamos en el sótano de su casa: lanzábamos las granadas de las películas —mango de madera, cabeza de lata— y disparábamos un colosal Mauser con trípode y una Lugger sin balas: puf, pif, paf. Nos protegíamos con los cascos orejeros entre muebles y cajones llenos de libracos en gótico que nunca pude leer.

2

—Es que no me gusta entender las cosas que no entiendo—me contestó Mauricio cuando le hablé del tema. Ya teníamos once y en medio de la conversación me levanté para servirme jugo.

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Al pasar por el baño escuché el sonido que hubiera hecho alguien que vaciara una bolsa de piedras en un balde de agua y después un lamento. El abuelo salió con su cara de santo arrastrando un hedor venenoso. Estaba manchado de arterioesclerosis, tenía mechoncitos de paja sobre las orejas y dijo que se iba al almacén.

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Rengueaba y tosía y la bolsa de mandados le temblaba, vacía, en la mano derecha.

3

A Mauricio volví a verlo muchos años después.

Se acordó de una prima, rosada y fornida, mayor que

nosotros, que nos daba las tetas pecosas para que chupáramos como terneros. Y después, ya casi en secreto, del estuche azul con la cruz de hierro, del cuaderno con planos y croquis, de la lámpara de pellejo cuarteado que despedía aquella luz espectral y del hermoso uniforme negro, entallado y erguido, con olor a reliquia y emblemas de plata, que encontramos en el ropero familiar, apretado al final de la línea de perchas.

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