En lugar de ejercer una conducción política activa que anticipe las tensiones y canalice los reclamos dentro de los márgenes del diálogo, deja que los conflictos maduren hasta su punto más crítico, cuando ya no hay margen para el entendimiento y todo se convierte en un pulso de fuerza.
Este estilo de gestión tiene consecuencias visibles: deteriora la confianza con los gremios, erosiona la imagen de autoridad del Ejecutivo y deja la sensación de que el Estado solo interviene cuando el costo político o mediático es demasiado alto. No hay una estrategia de mediación sostenida ni una lectura de las dinámicas laborales como parte de un proyecto de país, sino una respuesta coyuntural a cada crisis.
En los hechos, esto transforma los conflictos laborales en problemas de orden, y no en oportunidades para revisar condiciones estructurales o discutir políticas públicas. Así, los paros, las ocupaciones y las medidas extremas terminan siendo casi el único lenguaje que logra captar la atención del gobierno.
La consecuencia política es clara: se desdibuja el liderazgo, se debilita el sentido de autoridad y se consolida la idea de un Poder Ejecutivo reactivo, no conductor. Los sindicatos, por su parte, perciben que solo con presión obtienen respuestas, lo que alimenta un círculo vicioso de confrontación.
El gobierno no solo llega tarde si no que parece haber renunciado a gobernar preventivamente los conflictos sociales, y eso, en una democracia madura, es una forma de debilidad institucional tanto como de desgaste político.
El presidente y su equipo apelan a menudo a un discurso de autoridad técnica y prudencia fiscal, pero ese lenguaje, que puede funcionar en la administración, fracasa en la gestión del malestar social. No se gobierna solo con números, sino con vínculos. Y en ese terreno, la distancia entre el Ejecutivo y las organizaciones sociales, los gremios y hasta algunos intendentes, se ha vuelto evidente.
Parte del problema radica en la visión que el gobierno tiene del diálogo. Se confunde diálogo con concesión, y negociación con debilidad. Así, las mesas de trabajo se abren tarde, las medidas de fuerza se consolidan y los puentes se rompen antes de tenderse. Mientras tanto, los ministros se suceden en declaraciones que alimentan la confrontación más que la búsqueda de soluciones.
Los analistas señalan que este desgaste no es solo comunicacional, sino estructural. La coalición de gobierno atraviesa tensiones internas que limitan su margen de maniobra. Cada conflicto social se convierte, a la vez, en un conflicto político: los sectores más duros piden firmeza; los moderados, diálogo. Y entre ambos extremos, el gobierno oscila, sin una estrategia clara ni una narrativa común.
Pero el costo no es solo político. Cuando el Estado pierde la capacidad de mediar, pierde autoridad moral. Un gobierno que no puede gestionar los conflictos de su propio país difícilmente pueda proyectar liderazgo o estabilidad hacia afuera. Y lo que está en juego no es simplemente la aprobación de una ley o un ajuste presupuestal, sino la confianza de una ciudadanía que comienza a percibir que la inacción también es una forma de decisión.
Uruguay tiene una larga tradición de negociación social, de institucionalidad y de equilibrio. Esa cultura del acuerdo fue siempre una de sus fortalezas. Pero hoy se ve erosionada por una lógica de polarización que el propio gobierno, lejos de atenuar, parece a veces alimentar. Gobernar no es esperar el punto de ebullición: es anticiparse a él.
La administración puede seguir apelando al argumento de que “todo se negocia”, pero si la negociación siempre llega después del conflicto, deja de ser herramienta y se vuelve maquillaje. Un Estado serio no debería sorprenderse por los problemas que podía prever.
El gobierno uruguayo no enfrenta una crisis de autoridad: enfrenta una crisis de gestión política. Y en tiempos de desconfianza y fragmentación, esa diferencia puede definir el rumbo de un país entero.


Teniendo en cuenta que el ministro no ha solucionado NINGUNO
Teniendo en cuanta que este quilombo lo dejó el anterior de los 5 años perdidos entre la ignorancia y la corrupción.
Más bien a sufrirlos Los sindicatos están haciendo a este gobierno lo que no han hecho en el anterior No les queda claro que ahora el país » no tiene viento de cola»