“Las personas más jóvenes no tienen tolerancia a emociones como el hastío, no la han desarrollado”, afirma el psiquiatra español Javier Quintero. Su diagnóstico no apunta a una moda pasajera, sino a un cambio profundo en la manera de vivir y sentir. En un mundo donde todo está a un clic de distancia, el aburrimiento parece haberse convertido en una emoción prohibida.
El fenómeno se observa en las aulas, en los hogares y hasta en los espacios de ocio. Los adolescentes —y también muchos adultos jóvenes— viven inmersos en una dinámica de estimulación constante. Cada notificación, video o mensaje funciona como una pequeña descarga de dopamina que mantiene la mente ocupada y entretenida, pero también incapaz de detenerse. “El cerebro necesita momentos de pausa para procesar, reflexionar y crear —explica Quintero—, pero hemos reemplazado esos silencios por un flujo continuo de estímulos”.
La paradoja es evidente: cuanto más entretenimiento hay disponible, más insatisfechos parecen estar los jóvenes. La incapacidad para tolerar el aburrimiento se traduce en ansiedad, irritabilidad y una sensación de vacío. No es casualidad que los índices de malestar emocional entre adolescentes se hayan disparado en la última década. La inmediatez digital, sumada a la presión por mostrarse siempre activos y felices, ha erosionado la capacidad de convivir con la quietud y la espera.
El hastío, sin embargo, cumple un papel esencial en el desarrollo humano. Es en los momentos de aburrimiento cuando surgen la imaginación, la introspección y las ideas nuevas. “El aburrimiento es una emoción educativa”, dice Quintero. “Nos enseña a tolerar el vacío, a soportar la frustración, a mirar hacia adentro”. Aprender a aburrirse es, en cierto modo, aprender a pensar.
En los hogares actuales, los padres muchas veces intentan evitar que sus hijos se aburran: llenan sus días de actividades, pantallas o distracciones. Pero al hacerlo, sin querer, los privan de una herramienta emocional fundamental. La generación que creció con YouTube, TikTok y Netflix en el bolsillo nunca necesitó esperar demasiado: la recompensa está siempre disponible. Esa gratificación inmediata, repetida hasta el exceso, termina moldeando un carácter menos resiliente ante la frustración o el tedio cotidiano.
Algunos educadores comienzan a revertir la tendencia. En ciertos centros educativos se promueven “momentos de desconexión”, espacios sin celulares ni pantallas donde los estudiantes deben leer, caminar o simplemente no hacer nada durante algunos minutos. El objetivo es simple pero profundo: recuperar la capacidad de estar con uno mismo.
El desafío no es menor. En una sociedad que valora la productividad y el entretenimiento permanente, detenerse parece una pérdida de tiempo. Pero, como advierte Quintero, “si todo lo llenamos de estímulos, no dejamos espacio para que aparezca el pensamiento propio”.
Quizás el futuro de la salud mental dependa menos de nuevas aplicaciones y más de recuperar lo antiguo: el silencio, la espera, la calma. En ese territorio olvidado del aburrimiento, donde nada pasa y todo parece detenerse, puede esconderse una de las formas más auténticas de crecimiento personal.


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Es una actividad que deberían imitar otras facultades y también ANEP en las clases de Educación Física
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