La involucración de Estados Unidos en el conflicto con Irán, declarado por Israel, solo serviría para reforzar a los radicales de todos los lados, exacerbando aún más la ya tensa situación en el Oriente Próximo.
Desde hace décadas, las peores proyecciones tienden a hacerse realidad en esta región. El reciente enfrentamiento entre Israel e Irán ha escalado a un conflicto con repercusiones globales. Lo que hasta hace poco era un escenario que se debía evitar a toda costa —los bombardeos israelíes sobre instalaciones nucleares y ciudades iraníes, así como la caída de misiles iraníes en Tel Aviv, Jerusalén o Haifa— se ha convertido en una nueva norma alarmante. La gravedad de la situación no radica únicamente en la intensidad de los ataques o en los objetivos alcanzados, que incluyen edificios residenciales y hospitales, sino también en la creciente implicación de múltiples actores, lo que aleja la posibilidad de una desescalada a corto plazo.
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ordenó el ataque del día 13 bajo la justificación de frenar el programa nuclear de Irán, llevando a cabo una intervención bélica que contraviene el Derecho Internacional. En el pasado, incluso los altos mandos militares de su país habían tratado de disuadirlo de tal acción. Sin embargo, el líder del Likud ha añadido un nuevo objetivo: la caída del gobierno iraní, es decir, intenta cambiar unilateralmente el mapa del poder en la región mediante la guerra.
Ignorando sus problemas legales por corrupción y desestimando las protestas de sus compatriotas que luchan por la independencia del poder judicial, Netanyahu ha llevado a su nación a tres frentes de guerra: Gaza, Líbano y ahora Irán. Esto ha resultado en miles de muertos y un daño irreparable a la imagen de la democracia israelí. Sin embargo, su tendencia belicista no ha logrado arrastrar a su gran aliado, Donald Trump, quien parece decidido a mantener una estrategia de desconcierto.
La reciente declaración del presidente republicano de que tomará dos semanas para decidir si ataca Irán ha supuesto un alivio momentáneo, tras el desplazamiento de tropas que había encendido alarmas sobre una inminente entrada de Estados Unidos en la guerra. Esto evocó recuerdos perturbadores de las intervenciones en Irak y Afganistán, que, en lugar de traer democracia y estabilidad, han perpetuado el caos y el sufrimiento de los civiles.
Los ministros de Exteriores de Alemania, Francia y Reino Unido, junto con la jefa de la diplomacia de la UE, se reunieron el viernes en Ginebra con su homólogo iraní, Abbas Araghchi, en un intento por buscar una salida pacífica. Sin embargo, el hecho de que dicha búsqueda se reduzca, por ahora, a la necesidad de que Irán dialogue con Estados Unidos ilustra la proverbial impotencia de Europa y su dependencia de Donald Trump, quien es, en última instancia, el único que puede encauzar el conflicto hacia una negociación efectiva.
Para detener la escalada y, sobre todo, evitar que el presidente estadounidense involucre a su país en una guerra con consecuencias devastadoras, solo se puede apelar a su sensatez. Durante su primer mandato, Trump retiró a Estados Unidos del acuerdo nuclear previamente suscrito con Irán por su predecesor, Barack Obama, y por los líderes de otras cinco potencias, incluidas China y Rusia. Este pacto de 2015, que limitaba y supervisaba el programa nuclear iraní, fue considerado por su trascendencia para Oriente Próximo como comparable al acuerdo que en 1978 selló la paz entre Israel y Egipto.
Tres años después, alentado por Israel, Donald Trump rompió unilateralmente el tratado y sembró la semilla del conflicto actual, que, además de provocar muerte y destrucción.
El conflicto ya ha cobrado 400 vidas en Irán y más de una veintena en Israel y podría convertirse en el primer capítulo de una fatídica y nueva era de conflictos en la región.