Uruguay atraviesa un momento decisivo. La economía crece en cifras, los informes macroeconómicos muestran estabilidad y las inversiones extranjeras se presentan como signo de confianza. Sin embargo, detrás de esa fachada de éxito, una parte importante del país no siente ese crecimiento. Los desposeídos —los trabajadores informales, los jubilados con ingresos mínimos, los jóvenes sin acceso a empleo estable— siguen quedando al margen de los beneficios. El desafío es evidente: Uruguay necesita construir una economía alternativa, una que mida su éxito no solo por el PBI o el balance fiscal, sino por la mejora concreta en la calidad de vida de quienes más lo necesitan.
Una economía alternativa no implica romper con el sistema, sino reorientarlo. Se trata de priorizar el desarrollo humano sobre la rentabilidad inmediata. El crecimiento válido es aquel que incluye, que redistribuye y que permite que cada ciudadano tenga acceso a trabajo digno, educación de calidad, salud garantizada y vivienda accesible. En ese sentido, Uruguay podría liderar un modelo económico latinoamericano basado en la equidad y la sustentabilidad, no en la acumulación concentrada ni en la dependencia de los grandes capitales.
El país cuenta con ventajas estructurales: estabilidad institucional, una red de protección social sólida y capital humano calificado. Sin embargo, esas fortalezas se diluyen si no se traducen en oportunidades reales para los sectores postergados. La desigualdad no solo es injusta: es ineficiente. Limita el consumo, frena la innovación y condena a una parte del país a la precariedad.
Una economía alternativa debe partir del fortalecimiento de la producción nacional. Apostar por las cooperativas, las pequeñas y medianas empresas, y la economía social no es una opción romántica, sino una estrategia de supervivencia. Es en esos sectores donde se genera empleo genuino, donde la riqueza se distribuye localmente y donde la lógica del capital financiero cede paso a la del esfuerzo colectivo. Uruguay tiene tradición en este campo —desde las cooperativas agrarias hasta las de vivienda—, pero el Estado debe acompañarlas con políticas de crédito accesible, asesoramiento técnico y simplificación tributaria.
La transición energética, la innovación tecnológica y la soberanía alimentaria pueden ser motores de ese cambio. El país podría apostar a un modelo de desarrollo verde, basado en energías limpias y producción agroecológica, capaz de generar empleo de calidad y valor agregado sin degradar el medio ambiente. Al mismo tiempo, la educación técnica y universitaria debe vincularse a estos nuevos sectores productivos, formando jóvenes en oficios y saberes que respondan a las demandas del siglo XXI.
El Estado, lejos de retirarse, debe asumir un rol activo. Regular, planificar y redistribuir no es una carga ideológica: es una obligación ética y económica. Los recursos públicos deben orientarse hacia la inversión social, no al subsidio de grandes capitales. La banca pública, por ejemplo, podría priorizar líneas de crédito para proyectos cooperativos, emprendimientos de innovación social o pequeñas industrias con compromiso territorial. Asimismo, la política fiscal debe ser más progresiva: quienes más tienen deben contribuir más.
Otro pilar esencial es la participación ciudadana. Una economía alternativa no puede construirse desde los despachos ministeriales, sino desde el diálogo con los trabajadores, las comunidades rurales, los movimientos sociales y las organizaciones territoriales. La economía popular —esa que sostiene comedores, ferias barriales y redes solidarias— también es economía, y debe ser reconocida como tal, con apoyo logístico y legal.
El crecimiento de los más desposeídos no se logrará con medidas asistencialistas de corto plazo, sino con inclusión productiva. Significa pasar de la ayuda a la autonomía, de la dependencia a la participación. Cuando una familia puede vivir de su trabajo, cuando un joven encuentra un empleo digno, cuando una mujer emprende con respaldo real, el crecimiento deja de ser un número y se convierte en dignidad.
Uruguay tiene la oportunidad de ser ejemplo regional. Puede demostrar que el desarrollo no tiene por qué medirse solo en dólares, sino en bienestar, cohesión social y justicia. Una economía alternativa no es utopía: es la única manera de asegurar que el progreso no sea privilegio de unos pocos, sino derecho de todos. Porque un país verdaderamente desarrollado no es aquel donde algunos viven mejor, sino aquel donde nadie vive peor.



Si seguimos aplicando la política económica que dictan los empresaurios, ellos van a seguir ganando y guardando la guita afuera y la mayoría ganando el salario básico para la subsistencia.