Es imperativo, dejar de ver esta elección como un salto al vacío y comenzar a entenderla como un proceso de navegación vocacional, para el cual se necesita un mapa, una brújula y, preferentemente, un guía experimentado. Detrás de ellos queda la estructura conocida, el horario fijo, las materias obligatorias, frente a ellos, un abismo de posibilidades y preguntas que parecen definir el resto de sus días: ¿Qué estudiar? ¿Quién ser? ¿Hacia dónde dirigir mis pasos? Esta transición, lejos de ser un mero trámite, es un rito de paso psicosocial que merece una preparación tan cuidadosa como la que dedicamos a los exámenes finales.
Esta etapa, sin embargo, se vive a menudo como una carrera contra el reloj, donde la presión social, familiar y la autoexigencia empujan a tomar una decisión apresurada, con un conocimiento limitado de uno mismo y del vasto mundo profesional que existe más allá de las aulas. El resultado, lamentablemente, es visible en las estadísticas de deserción universitaria y en la insatisfacción laboral crónica.
El laberinto de la elección
El joven no decide en el vacío, lo hace inmerso en un ecosistema de influencias que a menudo nublan su voz interior. Está la presión familiar, a veces sutil, a veces explícita: la tradición de médicos en la familia, el deseo de los padres de ver cumplidas sus propias aspiraciones, la búsqueda de carreras «seguras» y «rentables». Está la presión de los pares, el «efecto rebaño» que lleva a grupos de amigos a elegir la misma la misma área, más por miedo a la separación que por una convicción genuina. Y, por supuesto, está la presión de un mercado laboral en constante cambio, que glorifica ciertas profesiones.
En este laberinto, la pregunta «¿qué te gusta?» se vuelve insuficiente y, a veces, incluso contraproducente. No todos los adolescentes tienen intereses claramente delineados, y muchos confunden un hobby pasajero con una vocación de vida. La clave no está solo en identificar lo que «gusta», sino en descubrir lo que «importa». Debe ser un proceso de introspección guiada que permita al estudiante construir una identidad sólida, separada de las expectativas externas.
El autoconocimiento como cimiento
La elección de una carrera no debería ser un evento, sino un proceso. Un proceso que idealmente debería iniciarse en los primeros años de secundaria, con un enfoque sistemático en el autoconocimiento. Sin embargo, existen herramientas claves para este proceso como la exploración multidisciplinaria activa, pues el currículum de secundaria debería exponer a los estudiantes a problemas del mundo real que requieran soluciones interdisciplinarias. Un proyecto sobre cambio climático, por ejemplo, puede involucrar a la biología, la economía, la sociología o la ingeniería. Además, es crucial que el joven identifique sus fortalezas blandas ¿Es un líder natural? ¿Tiene empatía? ¿Es creativo? Herramientas como la retroalimentación constante de profesores y mentores pueden ayudar a trazar un perfil de competencias que es tan importante como el interés en una materia específica.
La investigación sobre carreras y oportunidades debe ser tan profunda como la introspección. Es fundamental charlar con profesionales, buscar «mentores espontáneos» – un arquitecto, un periodista, un ingeniero bioquímico – y entrevistarlos. Preguntarles no solo «en qué trabajas», sino «cuál es un día típico», «qué es lo más frustrante de tu trabajo», «qué habilidades usas más». Esto desmitifica las profesiones y revela la realidad detrás del título.
La transición de la secundaria a la educación terciaria es, en esencia, el primer gran acto de diseño de la propia vida. Como sociedad, nuestra responsabilidad no es empujar a los jóvenes hacia la puerta más cercana o la más prestigiosa. Es proporcionarles las herramientas, el espacio y la guía para que puedan construir su propia llave, y tener la confianza de abrir la puerta que ellos mismos, tras una reflexión profunda y consciente, han decidido que merece la pena cruzar.



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