Uruguay suele ser presentado como el ejemplo de estabilidad institucional en América Latina. Su sistema democrático, su previsibilidad jurídica y su reputación de país serio son activos que le han permitido capear tempestades regionales y sostener una economía más ordenada que la de sus vecinos. Sin embargo, bajo esa superficie de calma, la política nacional ha comenzado a mostrar un comportamiento errático que amenaza con socavar la confianza, uno de los pilares invisibles del desarrollo.
Las marchas y contramarchas en las decisiones de gobierno —que van desde la gestión de proyectos de infraestructura hasta la política comercial o la administración del gasto público— están generando una creciente sensación de incertidumbre. Uruguay mantiene sus indicadores macroeconómicos bajo control, pero la falta de coherencia política y la creciente polarización comienzan a erosionar el clima de estabilidad que por años fue su marca registrada.
Durante la última década, el país logró consolidar un equilibrio fiscal razonable, atraer inversión extranjera directa y sostener niveles moderados de inflación. No obstante, ese equilibrio se ve amenazado cuando la toma de decisiones se vuelve reactiva y dependiente de los tiempos electorales. Cada cambio de postura, cada rectificación improvisada o cada mensaje contradictorio desde el poder político tiene consecuencias inmediatas en la confianza del mercado y en las expectativas de los agentes económicos.
Un ejemplo reciente está en la gestión de proyectos estratégicos vinculados a la infraestructura portuaria y energética. Las señales cruzadas sobre las concesiones, los acuerdos comerciales y la relación con socios internacionales han instalado dudas sobre la continuidad de ciertas políticas de Estado. En un país pequeño, donde la inversión depende en gran medida de la confianza en la palabra oficial, la inconsistencia se paga cara.
El empresariado, acostumbrado a operar en un entorno previsible, percibe que la lógica política ha desplazado a la racionalidad económica. Las decisiones se anuncian con rapidez para generar impacto mediático, pero se corrigen días después por presión de sectores internos o por errores de comunicación. Esa dinámica transmite la imagen de un Estado sin coordinación, que improvisa más de lo que planifica.
En el plano social, las consecuencias son visibles. Los salarios reales permanecen estancados, el empleo formal crece a un ritmo lento y el costo de vida continúa siendo un factor de presión para las familias. Si bien los datos macroeconómicos muestran orden, la microeconomía cotidiana refleja otra realidad: la del ciudadano que siente que el progreso no llega a su mesa. Esa brecha entre el discurso oficial y la experiencia real debilita la credibilidad del gobierno y alimenta la desconfianza generalizada en la política.
El problema de fondo es estructural. Uruguay no ha logrado construir una política económica de largo plazo que trascienda los ciclos electorales. Cada administración reinventa el diagnóstico, cambia los énfasis, modifica prioridades y reescribe las reglas. Así, las políticas públicas pierden continuidad, y el país desperdicia años en ajustes y revisiones en lugar de avanzar sobre una agenda sostenida de desarrollo productivo e innovación.
El sector agroexportador —motor histórico de la economía uruguaya— también ha sentido el impacto de esa indefinición. Los productores reclaman certezas en materia de infraestructura, costos logísticos y apertura comercial. El riego, la energía, la conectividad rural o la inserción internacional no pueden depender de los humores políticos del momento, sino de una visión de Estado que trascienda gobiernos. La competitividad no se construye con discursos, sino con decisiones coherentes y sostenidas.
La paradoja uruguaya es clara: el país tiene las condiciones para crecer, pero la política se ha transformado en su principal obstáculo. Mientras se discuten temas menores en el debate público, los grandes desafíos estructurales —productividad, educación, innovación tecnológica, integración regional— siguen sin resolverse. Y cada vez que un gobierno retrocede en una decisión, no solo pierde autoridad: pierde tiempo, y el tiempo en economía es un recurso irrecuperable.
Uruguay necesita recuperar una cultura de planificación. La estabilidad no puede sostenerse únicamente sobre la reputación del pasado, sino sobre la coherencia del presente. Requiere instituciones que planifiquen más allá del calendario electoral, equipos técnicos que comuniquen con claridad y liderazgos capaces de asumir costos políticos sin convertir cada decisión en un campo de batalla partidaria.
El país que alguna vez fue sinónimo de previsibilidad corre el riesgo de convertirse en un territorio de ambigüedad, donde las certezas duran un titular y las políticas se miden por su efecto inmediato en la encuesta. Y eso, en términos económicos, es una amenaza tan seria como la inflación o el déficit.
La economía uruguaya, hoy, no está en crisis. Pero sí está en pausa, atrapada en la contradicción entre lo que podría ser y lo que la política le permite ser. Romper esa inercia requiere una decisión colectiva: recuperar el sentido estratégico, devolverle contenido a la palabra “Estado” y entender que sin coherencia política, ningún país —por más estable que parezca— puede sostener su desarrollo a largo plazo.



La derecha siempre dijo, divide para reinar. Para la derecha y la ultraderecha no hay más democracia que la que les permite gobernar, mantener sus privilegios y llevar adelante sus programas neoliberales y de recortes que siempre acaban provocando daño social y degradación de las condiciones de vida de la mayoría del pueblo.
Tampoco hay una posición clara del gobierno en apoyar las inversiones