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A 50 años del impacto del golpe en mi vida

El 27 de junio de 1973, tenía 18 años. Había sentido en carne propia el golpe de febrero ya que ese día inauguraba una exposición de fotos que obviamente se suspendió. Desde ese momento, empezaron a correr días hacia una crónica ya agendada si todo seguía igual. Fue lo que aconteció. El día del golpe final de junio, escuche por radio algunos discursos en la última sesión Parlamentaria sin mucha dimensión de lo que se vendría pero con asombro del hecho. No entendía bien que era un capítulo de una historia anunciada y previsible. En aquellos tiempos no se valoraba ese espacio como templo de la convivencia sino que era un engranaje de la democracia burguesa. La moderación o convivencia armoniosa no existía y se vivía en la construcción de la “grieta”, como la puerta al cielo de la salvación a la crisis mundial de una economía ineficiente y un clientelismo inútil. No dimensioné en ese momento el enorme impacto social y personal que esa ruptura de algo que se llamaba el orden constitucional y que de hecho, poco funcionaba y menos era aceptado realmente. En la grieta todos viven en una burbuja. Al día siguiente del golpe, estaba repartiendo volantes contra el golpe y a favor de otra Huelga, ahora General y permanente. Tirando papeles fui visto por un policía y luego de una persecución de varias cuadras medio arrastrando a una novia que me acompañaba, me tuve que parar. El me alcanzo, me detuvo y termine en la Comisaria 10. Como ella era menor fue liberada, y yo terminé por primera vez en mi vida en una pequeña celda con un espacio común desde el cual se podía acceder a otras dos celdas sin rejas sino con puertas de hierro y apenas unas pequeñas mirillas. Dos jóvenes homosexuales casi travestis estaban allí detenidos. El miedo era también homofobia. En los días y noches sucesivas me trasladaron a una celda más grande y cómoda que estaba reservada a las putas de Bulevar, que sea por la huelga, la lluvia o por mucho trabajo policial en esos días no tuvieron detenciones y pude tener la comodidad de su celda casi sola para mí. No debí haber estado más de dos o tres días, pero mi vida sin embargo iba a tener el mayor impacto. Cayo sobre el país una pérdida de sentido de futuro, y viví la diáspora o fuga de parte importante de mi familia hacia cualquier lado. Terminé pocos meses después en las playas de Venezuela rescatado por mi padre. 

Con el tiempo comprendí que nada empezó ese 27 de junio ni menos en el febrero amargo. Montevideo era una ciudad en guerra con continuas escaramuzas. No sólo de una guerrilla guevarista que irracionalmente había decidido la toma del poder por las armas en una democracia. También de una dinámica en la sociedad civil canal de la lucha política. Había paros generales con marchas todos los meses, los liceos eran espacios de militancia y de cooptación con permanentes manifestaciones estudiantiles planificadas sucesivamente al segundo en diversas esquinas y con muy rápida respuesta de coraceros u otros cuerpos policiales que tiraban bombas de gas para dispersarlas. Las ocupaciones eran el pan nuestro de cada día, que acompañaban las operaciones de los Tupamaros cuyas noticias yo recortaba celosamente y guardaba en carpetas muy ordenadas. El ejército y la policía hacia pinzas permanentes y todos caíamos en esas redes. En el laboratorio fotográfico en mi cuarto imprimía fotos de esos operativos que me llegaban de algún lugar con esos pedidos de registros. No tenía conciencia del caos de vida y fue mi padre que vio claramente que un joven sin mucho rumbo, fácil de emocionarse y de ser manipulado iba a terminar en la cárcel. La educación era militancia política y la vida cotidiana era la lucha por la revolución desde mucho antes del golpe. Me ofreció que me fuera a Venezuela y desde ese momento mi cabeza comenzó a girar en poder empezar de nuevo. Y así fue. Caracas me hizo otra persona con otras ideas. No me encerré entre uruguayos sino que hice vida estudiantil y política nacional. Pase a mirar el radicalismo y el ideologismo de izquierda como parte del camino al matadero que condujo al golpe y a miles de uruguayos al exilio y la cárcel. El nunca más pasó a tener con los años otra definición asociado a la necesaria convivencia, a la moderación necesaria, a los instrumentos y prácticas democráticas y el reconocimiento de las diferencias y la búsqueda de acuerdos y aceptación de las mayorías. Y la vida personal paso a ser un equilibrio más maduro entre la construcción personal y la solidaridad, entre conseguir trabajo y prever futuros. Los 10 años allí fueron años de estudio y trabajo, y de actividad política en el MAS un partido socialdemócrata y socialista democrático. Me quedo claro con los años que minorías imbuidas de un sentido manifiesto y revolucionario, con armas y con permanentes huelgas y conflictos en las calles, con ideologías anticapitalistas y por encima de las mayorías, pusieron al país en la senda del golpe. En mi granito de arena fui uno de esos instrumentos manipulados. Rompió la familia y me cambio la vida, para mal y también para bien. Como para muchos, el Golpe fue un punto de corte. Cuando volví al Uruguay, 10 años después con la democracia, publiqué un libro “Polémicas del Socialismo Democrático” centrado en el debate entre reforma y revolución. Hoy parecería que 50 años después muchos comparten en el discurso las palabras de convivencia, pero la práctica muchas veces es el “grietismo” y Gramsci, y pocos se hacen responsables de aquellos radicalismos infantiles leninistas y foquistas, que escondidamente siguen practicando.       

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