A veces, entre tanto contenido prefabricado, aparece una serie que sorprende por su simpleza y autenticidad. Animal, la producción española que acaba de llegar a Netflix, es de esas joyas inesperadas. No tiene efectos deslumbrantes ni guiones rebuscados, pero sí un corazón enorme. Es una historia pequeña, de esas que se cuelan sin ruido, y logran emocionar con humor, calidez y humanidad.
Protagonizada por Luis Zahera —actor inmenso, siempre intenso, pero aquí contenido y luminoso—, Animal parte de una premisa sencilla: un veterinario gallego, Antón, debe reinventarse cuando la vida en su aldea rural se vuelve insostenible. La solución que le propone su sobrina Uxía (interpretada por una fresca y encantadora Lucía Caraballo) es trabajar en una boutique de mascotas en la ciudad, donde los animales son tratados como objetos de lujo. El contraste entre ambos mundos es el motor de la serie: lo rural frente a lo urbano, lo auténtico frente a lo superficial, lo necesario frente a lo accesorio.
La serie funciona porque no subestima al espectador. Usa el humor, pero no la burla; la emoción, pero no la lágrima fácil. Y, sobre todo, porque evita el sermón: deja que sean los gestos, los silencios y las miradas los que hablen. Antón no es un héroe ni un mártir, sino un hombre cansado, digno, con una ternura desarmante que lo vuelve cercano. Zahera, acostumbrado a personajes duros o marginales, se luce en este registro más íntimo. Su Antón está lleno de humanidad, de esa que ya no abunda ni en la ficción ni en la realidad.
Otro de los grandes aciertos de Animal es su ambientación. Galicia no es solo el escenario: es un personaje más. El paisaje, la lluvia, los acentos, el humor seco y esa mezcla de nostalgia y resistencia rural atraviesan toda la serie. En un tiempo en que la televisión tiende a homogeneizarlo todo, aquí hay identidad, raíz, y un orgullo discreto por la tierra.
La comedia surge del choque cultural: un veterinario acostumbrado a salvar vacas en el monte enfrentado a perros con champú orgánico y dueños obsesionados con la moda animal. Pero lo que podría ser una caricatura se convierte en un retrato amable de nuestra época. Animal no se burla del amor por los animales; cuestiona, más bien, el consumo que los transforma en símbolo de estatus. Y en esa crítica ligera, casi sin subrayar, hay inteligencia.
Es cierto que la serie no busca revolucionar el género. Su estructura es previsible y algunos episodios podrían tener más ritmo. Pero ese no parece su objetivo. Animal quiere ser una comedia humana, y lo logra. Lo hace con personajes queribles, guiones cuidados y una dirección que respira cercanía. Es el tipo de serie que te hace sonreír sin forzarte a hacerlo, que te deja pensando en la dignidad del trabajo, en los vínculos familiares, en el valor de lo simple.
Quizás su mayor mérito sea recordarnos algo que la pantalla suele olvidar: que la ternura también puede ser un acto político. En tiempos de cinismo y ruido digital, Animal ofrece un respiro. Es una serie que se toma el tiempo de mirar a los ojos, de escuchar, de contar sin gritar. Y eso, hoy, es casi revolucionario.
No sé si será la mejor comedia del año, pero sí una de las más honestas. Y en la era del algoritmo, eso vale mucho



