Es un poder que se ejerce en voz baja, entre acuerdos tácitos y cafés de media tarde. A primera vista, parece un modelo de madurez institucional. Pero detrás de esa calma se esconde una de las causas más profundas del estancamiento nacional: el poder quieto.
El poder quieto no es autoritario ni violento. Es amable, previsible, casi educado. Pero su cortesía tiene un costo: la inmovilidad. Las élites políticas, sindicales y empresariales han construido un ecosistema donde nada cambia demasiado. Se negocia, se discute, se posterga, se conserva. Todo bajo la premisa de evitar el conflicto. Uruguay ha elevado la paz social a valor absoluto, incluso cuando esa paz significa resignarse al estancamiento.
La política uruguaya, por ejemplo, se enorgullece de su civilidad. No hay gritos, no hay golpes, no hay populismos estridentes. Pero también hay poca audacia. El debate público se mueve en círculos predecibles, con líderes que se comportan más como administradores que como visionarios. En los pasillos del poder, la consigna no es transformar, sino mantener. Los partidos funcionan como custodios del equilibrio, no como motores del cambio.
Esa quietud se replica en los sindicatos. Nacidos de una historia de luchas justas, se han vuelto guardianes de su propio pasado. Defienden conquistas que fueron esenciales, pero muchas veces sin distinguir entre derechos y privilegios. En lugar de discutir cómo adaptarse a un nuevo mundo del trabajo, se atrincheran contra cualquier innovación que suene a amenaza. La negociación colectiva se ha convertido en ritual: las mismas caras, las mismas frases, los mismos desenlaces.
Del otro lado, el empresariado uruguayo tampoco se escapa. Prefiere la seguridad de lo conocido a la aventura de lo nuevo. Se invierte poco, se arriesga menos. Se busca rentabilidad en la estabilidad, no en la creación. En un país donde la competencia es vista con recelo y el éxito con sospecha, innovar se vuelve un acto casi subversivo.
El resultado es un sistema de poder estable, pero anquilosado. Todos los actores se necesitan y se neutralizan entre sí. Los partidos evitan confrontar con los sindicatos; los empresarios pactan en silencio; el Estado media para que nada se rompa. El conflicto, motor natural de la democracia, se disfraza de consenso. Y el consenso, en lugar de ser plataforma para avanzar, se convierte en excusa para quedarse quietos.
Uruguay vive en un equilibrio perfecto… pero inmóvil. Las instituciones funcionan, los escándalos son pocos, los sobresaltos escasos. Pero esa calma, tan valorada, también es anestesia. Nadie se anima a romper el orden porque teme el caos. Sin embargo, hay momentos en que no cambiar es el verdadero desorden.
El poder quieto tiene su narrativa. Se presenta como sensatez, como prudencia, como madurez. “No somos como los demás países de la región”, se repite con orgullo. Y es cierto: no lo somos. Pero a veces esa diferencia se parece demasiado a la autocomplacencia. Mientras América Latina estalla en extremos, Uruguay se apaga en su moderación.
No se trata de pedir revoluciones, sino de recuperar impulso. De asumir que gobernar no es conservar, sino transformar. Que el poder sin dirección es solo administración, y la administración sin visión es rutina. Los líderes uruguayos —de todos los colores— parecen más interesados en gestionar el presente que en imaginar el porvenir.
Esa quietud política tiene consecuencias culturales. La ciudadanía aprende a desconfiar del cambio, a premiar la corrección por encima del coraje. Los discursos moderados se vuelven dogmas, y cualquier proyecto disruptivo, una amenaza. La estabilidad deja de ser medio y se transforma en fin.
El poder quieto no es corrupto ni brutal. Es, simplemente, cómodo. Pero esa comodidad se paga cara: con la pérdida del impulso colectivo. El país que alguna vez fue vanguardia de derechos y reformas hoy se conforma con ser excepción en un continente convulso. Pero una excepción sin movimiento corre el riesgo de volverse irrelevante.
Uruguay necesita un poder que vuelva a creer en la acción. Que entienda que la estabilidad solo vale si sirve de plataforma para avanzar. Que el consenso no debe ser excusa para la parálisis, sino punto de partida para la transformación.
El desafío es grande: romper una cultura de equilibrio sin romper el país. Pero si el Uruguay quiere salir de su laberinto, debe animarse a que algo —finalmente— se mueva.


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