La presentación del proyecto de ley impulsado por la diputada del MPP, Inés Cortés, para endurecer penas y reforzar la protección de la infancia, vuelve a colocar sobre la mesa un tema que el Uruguay contemporáneo parece haber naturalizado: la violencia contra niñas, niños y adolescentes.
Las cifras del SIPIAV —casi 9.000 casos en 2024, un promedio de 24 por día— retratan una realidad que desborda la capacidad institucional. Pero más allá de los números, lo que emerge es una pregunta de fondo: ¿hasta qué punto el Estado ha asumido la dimensión estructural de esta tragedia?
Cortés apunta a ese núcleo incómodo. Su proyecto no se limita a aumentar penas: intenta dar un marco integral de protección, redefinir las responsabilidades del sistema judicial y evitar la revinculación forzada con agresores. En otras palabras, propone romper con una cultura legal que ha tendido a equiparar el vínculo familiar con el derecho de propiedad, incluso por encima de la seguridad y la dignidad de los menores.
El reconocimiento de nuevas formas de violencia —vicaria, digital, comunitaria— también es un paso hacia una comprensión más moderna de los riesgos que enfrentan las infancias. En tiempos de hiperconectividad, la violencia no necesita contacto físico para causar daño: puede ejercerse desde una pantalla, una red social o un entorno barrial degradado.
Sin embargo, el desafío de fondo no es solo normativo. Requiere voluntad política, recursos y coordinación efectiva entre instituciones que hoy actúan con escasa articulación. El proyecto prevé la creación de un Comité Interinstitucional, pero la experiencia uruguaya demuestra que los comités, por sí solos, no bastan. Lo que se necesita es autoridad estatal y compromiso sostenido, algo que suele diluirse entre las urgencias del día a día y la falta de inversión estructural.
La violencia hacia la infancia no es un problema “social” en sentido abstracto: es una fractura moral que interpela a la política, la justicia y la sociedad en su conjunto. Cada caso que no se previene, cada niño revinculado con su agresor, cada denuncia desoída, debilita la confianza en el Estado y, en última instancia, en la democracia misma.
El proyecto de Cortés, más allá de sus ajustes técnicos, instala un debate impostergable: qué tipo de país estamos construyendo cuando la infancia deja de ser un lugar de cuidado para convertirse en un campo de riesgo. Y ese debate no admite excusas ni dilaciones.
El Uruguay que se precia de avanzado en derechos humanos no puede seguir tolerando que la infancia sea el primer territorio donde se violan esos mismos derechos. En tiempos donde la indiferencia es la forma más perversa de violencia, legislar no es suficiente: es preciso actuar con la urgencia de quien sabe que proteger a los niños es proteger el futuro.


El Interés superior del niño y adolescente consagrado por las Naciones Unidas en Uruguay es una burla Dejan sueltos a violadores y maltratadores cuando son un verdadero peligro para la Sociedad Y los niños no son mujeres que salgan a la calle a pedir derechos Una vergüenza
Después la Justicia va al Parlamento a pedir por más Seguridad Y qué hacen ellos por lo más preciado que son los niños?