En el Líbano, cocinar es mucho más que preparar alimentos: es un acto de hospitalidad, una celebración de la vida cotidiana. La gastronomía libanesa no busca impresionar con la abundancia, sino con la armonía de los sabores, el equilibrio entre lo fresco y lo especiado, lo vegetal y lo cárnico, lo simple y lo intenso.
Su cocina, una de las más reconocidas del Mediterráneo oriental, se construye sobre cuatro pilares: aceite de oliva, limón, ajo y hierbas frescas. De allí parte todo. La menta, el perejil, el comino, la canela o el zumaque dan identidad a platos que parecen humildes, pero esconden siglos de historia y mezcla cultural. Fenicios, árabes y otomanos dejaron su huella en un país pequeño, pero con una tradición culinaria que viajó y se arraigó en todos los continentes.
El gran ritual libanés se llama mezze, y es imposible entender su cocina sin él. Se trata de una sucesión de pequeños platos servidos al centro de la mesa, donde cada comensal toma, prueba y combina. Más que una forma de comer, el mezze es una manera de estar juntos. Ahí conviven el hummus —puré de garbanzos con tahini, ajo y limón—, el baba ganoush —crema de berenjenas asadas—, las hojas de parra rellenas, el tabbouleh de perejil y trigo bulgur, o los falafel crocantes y perfumados con cilantro.
El pan pita acompaña todo. Se usa para tomar el hummus, envolver el shawarma o untar el labneh, un yogur espeso y cremoso que puede comerse solo o con aceite de oliva y menta. En la mesa libanesa, el pan tiene un valor simbólico: compartirlo es una señal de respeto y amistad.
Los platos principales llegan sin estridencias, pero con una profundidad de sabor que conquista a quien prueba. El kibbeh, una mezcla de carne molida y bulgur, puede servirse crudo, frito o horneado, mientras que las brochetas de kafta combinan cordero o vacuno con perejil, cebolla y especias. Todo se equilibra con ensaladas frescas, pepino, tomate o salsas a base de yogur y limón.
Y si de dulces se trata, el Líbano despliega una repostería tan aromática como tentadora. El baklava, con sus capas de masa filo, miel y frutos secos, es el más conocido, pero no el único. También destacan el namoura, a base de sémola y almíbar, y los maamoul, pequeñas galletas rellenas de dátiles o pistachos. Cada bocado está pensado para acompañar el café árabe con cardamomo, intenso y perfumado, que cierra la comida con un toque de ceremonia.
La cocina libanesa no solo se come: se recuerda. Está hecha para reunir, para hablar, para compartir. Su sabor es un puente entre generaciones y geografías, un modo de llevar al presente los aromas de la montaña, el mar y los mercados de Beirut. En un mundo cada vez más acelerado, su filosofía sigue siendo una lección: la comida, cuando se comparte, sabe mejor.


