Lula, el último defensor de una América Latina que se desdibuja

Así, el veterano líder sindical se encuentra en una posición incómoda: demasiado progresista para los gobiernos de derecha, demasiado pragmático para las nuevas izquierdas.

En los pasillos del Palacio de Itamaraty, el eco del viejo sueño latinoamericano parece desvanecerse. Luiz Inácio Lula da Silva, el líder que alguna vez encarnó la esperanza de una integración regional solidaria y soberana, hoy camina prácticamente solo en su cruzada por mantener viva la idea de una América Latina unida frente al poder global. Su voz —todavía potente, todavía carismática— resuena, pero cada vez con menos respuesta.

Lula volvió al poder en 2023 con un propósito más amplio que el de gobernar Brasil: reconstruir el liderazgo regional que su país había ejercido en los años dorados del progresismo. Apostó a revivir el Mercosur, fortalecer la CELAC y tender puentes entre gobiernos de distinto signo. Pero el mapa político que lo rodea ya no es el mismo. La región que en los 2000 hablaba de soberanía y cooperación hoy se fragmenta entre pragmatismos económicos, populismos de nuevo cuño y virajes ideológicos imprevisibles.

El giro político de Sudamérica ha dejado a Lula en una suerte de soledad estratégica. En Argentina, su aliado natural, el gobierno libertario de Javier Milei desmontó cualquier idea de integración “a la vieja usanza”, insultó públicamente a mandatarios de izquierda y abandonó la diplomacia regional por una alineación total con Washington y Tel Aviv. En Uruguay, el presidente Yamnadú Orsi mantiene su posición muy ambigua internacionalmente hablando , mientras observa con distancia los discursos integracionistas de Brasilia. En Chile, Gabriel Boric representa una izquierda distinta, más crítica  a Cuba, Nicaragua o Venezuela, lo que choca con la postura de Lula.

Así, el veterano líder sindical se encuentra en una posición incómoda: demasiado progresista para los gobiernos de derecha, demasiado pragmático para las nuevas izquierdas. Su intento de equilibrar relaciones con China y Estados Unidos, o de mantener vínculos con países sancionados por Occidente, como Venezuela, lo deja a menudo en medio de un fuego cruzado diplomático. Su discurso sobre la necesidad de una América Latina con voz propia, independiente de las potencias, ya no encuentra el mismo eco que en los tiempos del ALBA o de UNASUR.

En el plano internacional, Lula intenta rescatar el espíritu del “Sur Global”, pero incluso ahí las tensiones son evidentes. Su condena tibia a la invasión rusa de Ucrania le generó fricciones con Europa; su defensa del derecho palestino lo aisló de Israel y de algunos aliados comerciales; su llamado a la multipolaridad se enfrenta a la dura realidad de que el comercio mundial sigue dependiendo del eje China–Estados Unidos.

En América Latina, donde los cambios de gobierno se suceden con ritmos frenéticos, las alianzas son cada vez más efímeras. El Brasil de Lula apuesta a la cooperación energética, la integración de infraestructura y una diplomacia basada en el diálogo; sin embargo, la región parece moverse en dirección contraria: fragmentada, desconfiada y con políticas exteriores definidas más por la urgencia económica que por un proyecto común.

“Hoy América Latina ya no sueña junta”, lamentó recientemente un diplomático brasileño retirado. “Cada país mira hacia su propio ombligo, y Lula es el último que todavía cree en él nosotros regional.”

Aun así, el presidente no se rinde. Insiste en convocar cumbres, en reactivar la UNASUR, en promover una moneda común para el comercio regional.La región que Lula ayudó a articular se ha vuelto más diversa, más desconfiada, más globalizada. Y mientras él insiste en la unidad latinoamericana, sus vecinos prefieren la autonomía bilateral.

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