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Mi abuelo y el golpe de estado

La primera vez que oí hablar de los militares fue a una edad muy temprana, cuando mi abuelo me hizo saber que el 27 de junio día de mi cumpleaños se había dado un GOLPE DE ESTADO.

El narraba una historia que en la escuela no se hablaba. Todo había comenzado contaba mi abuelo con la represión a bala de una manifestación de obreros y estudiantes por parte de un tal Pacheco de alias «El Bocha», que arrinconó a los movimientos populares. Mi abuelo, pintor de oficio del Partido Socialista de Frugoni , me narraba de política como quien te contaba un cuento. Creo que mi visión del drama de la dictadura militar que comenzó en 1973 contado por él, fue la más intensa de todas en la historia uruguaya y también la más perdurable,corrían los años 1979 cuando me lo contó.

Siempre me afirmaba de esto «solo se habla en la casa». Tanto era así sus recomendaciones , que ahora la recuerdo como un tema obsesivo de mi familia y sus amigos a lo largo de mi infancia, que de algún modo condiciona para siempre nuestras vidas,como a casi todos los uruguayos.

Pero, además,todo ese proceso que mi abuelo narraba tuvo una enorme trascendencia histórica, porque precipitó el final con el pueblo movilizado en las calles y yo un adolescente militando contra la dictadura como miles lo hicimos. 

Sin embargo, a mí me marcó para siempre por otra razón que ahora viene al caso: fue la primera imagen que tuve de los militares, y habían de pasar muchos años no sólo para que empezara a cambiarla, sino apenas para que empezara a reducirla a sus justas proporciones.

En realidad, a pesar de mis esfuerzos conscientes por conjurarla, nunca he tenido la oportunidad de conversar con más de media docena de militares en cincuenta años, y con muy pocos logré ser espontáneo y desprevenido. La impresión de incertidumbres recíprocas entorpeció siempre nuestros encuentros, nunca pude superar la idea de que las palabras no significaban lo mismo para ellos que para mí, y que a fin de cuentas no teníamos nada de qué hablar.

No se crean que fui indiferente a ese problema. Al contrario: es una de mis grandes frustraciones. Siempre me pregunté dónde estaba la falla, si en los militares o en mí, y cómo sería posible derribar aquel baluarte de incomunicación. No sería fácil. En los dos primeros años de Educación Secundaria tuve dos vecinos que eran tenientes del Ejército. Llegaban a sus casas con sus uniformes idénticos, impecables. 

Se relacionaban aparte de los vecinos si siempre aparte, y eran los más serios y metódicos, pero siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les dirigía la palabra, eran atentos y amables; pero de un formalismo invencible: no decían más de lo que se les preguntaba.

En tiempos de exámenes , los civiles nos dividíamos en grupos de cuatro para estudiar en los cafés para dar exámenes, nos encontrábamos en los bailes de los sábados, en las pedreas estudiantiles, en las cantinas mansas y los burdeles lúgubres de la época, pero nunca nos encontramos ni por casualidad con nuestros vecinos militares.

Era imposible no pensar en la conclusión de que tenían una naturaleza distinta. Por lo general, los hijos de los militares son militares, viven en sus barrios propios, se reúnen en sus casinos y en sus clubes, y sus mundos transcurren de puertas para dentro.

No era fácil encontrarlos en los cafés, raras veces en el cine, y tenían un halo misterioso que permitía reconocerlos aunque estuvieran de civil. El mismo carácter de su oficio los ha vuelto nómadas, y esto les ha dado la oportunidad de conocer al país hasta en sus últimos rincones, por dentro y por fuera. Por un interés personal he aprendido a reconocer sus insignias que indican sus rangos y más he demorado en aprenderlo que en olvidarle.

Algunos personas que me conocen dirán que estos prejuicios que en este artículo detallo es lo más raro que han leído en su vida.

Al contrario, mi obsesión por los distintos modos del poder es más que literaria casi antropológica desde que mi abuelo me contó que existían personas desaparecidas por los militares. Muchas veces me he preguntado si no es ése el origen de una franja temática que atraviesa por el centro de todos los males de este país, esa última dictadura.

Creo, no obstante, que mi verdadera toma de conciencia sobre todo esto empezó cuando concurrí al acto del Obelisco reclamando LIBERTAD. Lo que más me alentaba entonces era la posibilidad de reivindicación histórica de las víctimas , contra la Historia Oficial que la proclamaba como una victoria de la ley y el orden. Pero fue imposible: no pude encontrar CONFIANZA TOTAL en testimonios directos ni remotos de que los desaparecidos estaban muertos.Y eso dio que el tamaño del drama no había sido el que andaba suelto en la memoria colectiva. Lo cual, por supuesto, no disminuía para nada la magnitud de la catástrofe dentro del tamaño del país.

De aquella desmesura de los desaparecidos me vino a la mente las historias del viejo patriarca que arrastraba su potra solitaria en un palacio lleno de vacas, Mi Abuelo.

¿Cómo podría ser de otro modo? La única criatura mítica que ha producido América Latina es el dictador militar de fines del siglo pasado. Muchos de ellos, por cierto, caudillos liberales que terminaron convertidos en tiranos bárbaros.

Siguiendo el hilo de mi pasión por la vida del libertador Simón Bolívar. Estoy convencido de que si el coronel Aureliano Buendía creado por la pluma de Gabriel García Márquez (Gabo),hubiera ganado siquiera una de sus treinta y seis guerras, habría sido uno de ellos.

Sin embargo, cuando cumplí mis veinte años leí la vida en sus últimos días del libertador Simón Bolívar en El general en su laberinto. Se trataba de un hombre de carne y hueso de talla descomunal que libraba la batalla contra su cuerpo devastado, sin más testigos que el séquito de jóvenes militares que lo acompañaron en todas sus guerras y habían de acompañarlo hasta la muerte.

Tenía que saber cómo era en realidad, y cómo era cada uno de ellos, y creo haberlo descubierto lo más cerca posible en las cartas reveladoras y fascinantes del libertador. Creo, con toda humildad, que El general en su laberinto es un testimonio histórico envuelto en las galas irresistibles de la poesía. Es sobre estos enigmas de la literatura sobre los que me gustaría proseguir con ustedes el diálogo que otros periodistas y comunicadores han iniciado en estos días.

Para empezar, quiero dejarles sólo una frase: «Creo que las vidas de todos nosotros serían mejores si cada uno de ustedes llevara siempre un libro en su morral». Gabo.

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