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Las previas al Golpe de Estado

El fin de semana del 24 y 25 de junio de 1973 fue especialmente agitado. El movimiento Por la Patria tenía prevista una gira por el departamento de Maldonado, la cual se llevó cabo en medio de rumores y comentarios sobre la inminencia del atentado a las instituciones. 

El principal dirigente porlapatrista del departamento, Miguel Ángel Galán, tenía formación militar. De hecho era teniente retirado de la Fuerza Aérea y como hombre de honor, no podía creer que sus viejos camaradas de armas cometieran aquel atropello. Algo más de 48 horas más tarde lo torturaron encapuchado. Las señales no podían ser más elocuentes. Pero todos tratábamos de convencernos de que algo iba a ocurrir que impidiera que los grandes valores nacionales fueran avasallados. En la noche del sábado, al culminar las actividades partidarias del día, cenamos en la cima del Cerro Pan de Azúcar con dirigentes y simpatizantes de dicha localidad. Uno de ellos, a quien no conocíamos bien, comenzó a alertar: “Hay que prepararse y resistir”. Wilson le habló con ponderación y cautela; cuando inquirió quién era, resultó ser uno de los jefes de la base aeronaval de Laguna del Sauce. Todas las señales iban en la misma dirección. Los hechos se precipitaban.

El domingo la movilización se cerró con un gran acto en la Plaza San Fernando de Maldonado. 

Estábamos alojados en el Hotel Iberia de Punta del Este, entonces en manos de nuestro correligionario Evaristo Salazar. La delegación se dispersó. Galán quedaba en Maldonado. Wilson se iba a descansar unos días en el campo (el Cerro Negro). Yo regresaba con el ex senador Horacio Polla, otro héroe poco recordado. 

Volvamos a la noche antes del golpe. Polla me dejó en mi casa ya en la madrugada del 26. A un día del golpe. Debajo de la puerta había un mensaje de “Augusto”, el seudónimo del capitán de navío Bernardo Piñeyrúa, un militar constitucionalista muy amigo de Wilson. Era director del Servicio de Hidrografía y presidente del Club Naval. Perseguido, destituido y preso durante la dictadura, naturalmente. Me pedía que fuera su casa, a un par de cuadras de la nuestra, al otro día tempranísimo en la mañana. Allí fui, me advirtió que el presidente Bordaberry había decidido apresar al senador Enrique Erro, acusado de tupamaro por el gobierno, violando sus fueros parlamentarios. La orden no se había cumplido, porque éste se encontraba en Buenos Aires invitado por la Juventud Peronista. Al regresar, lo detendrían en el aeropuerto. Había que ganar tiempo. También quería reunirse con Wilson junto con algunos camaradas de armas el jueves siguiente. Pero la democracia sólo tenía minutos de vida.

Rumbo a casa iba pensando cómo hacerle llegar a papá tantas noticias urgentes. No existían los celulares, las comunicaciones eran lentas. Para llamar a Castillos ‘sin demora’ había unas tres o cuatro horas de espera, luego había que avisar en un escritorio rural, que allí tomaran un taxi, fueran al campo y le dijeran que se arrimara al pueblo para llamar a casa. Entré al departamento y para mi sorpresa mamá y papá acababan de llegar. Algo les decía que debían interrumpir su descanso y allí estaban. Lo impuse de los hechos y enseguida se hizo cargo de la situación. Se encontró con el senador Zelmar Michelini en casa y ambos hablaron con Seregni. Éste le pidió a aquél que viajara a Buenos Aires para pedirle a Erro que pospusiera su regreso hasta que se aclarara un poco el panorama. Por eso ninguno de los dos estaba esa noche en el Palacio. Michelini se había salvado, pero sólo por un rato.

De tarde todo se fue en preparativos. Muy desordenados, muy caóticos. Conseguir escondites, adoptar medidas de seguridad, juntar algunos pesos. En medio de eso papá me pide que hable con el Toba, a la sazón presidente de la Cámara de Representantes. La directiva era que se fuera lo antes posible. El Toba no creía. 

Las coordinadoras de Juventud de por la Patria tenían un acto en el Cine Grand Prix, en el Cerrito de la Victoria. Habían insistido mucho en que Wilson llegara hasta allí. No estaba previsto pues, como hemos dicho, la gente lo hacía descansando en Cerro Negro. Papá resolvió ir. 

De allí fuimos al Palacio. La sesión se interrumpió y dio lugar a una solemne de despedida. Había llegado la hora. No creo que haya en la historia de país alguno un episodio de esa fuerza épica y romántica al mismo tiempo. El Parlamento disuelto sesionaba. Le hablaba a la historia. Presidía el senador Eduardo Paz Aguirre (Lalo), ya que el vicepresidente Jorge Sapelli no estaba en el Palacio, agotando sus últimos recursos para tratar de evitar el atentado a la Constitución. Hubo que traer a Carminillo Medero (en pijama con un sobretodo encima) para asegurar el quórum, dada la ausencia explicada de Erro y Michelini. Teníamos todo previsto para sacar a Wilson al terminar su discurso. Pero corríamos riesgo de dejar al Senado sin número. Llevé una esquela de Wilson a Lalo que estuvo de acuerdo en permitir la prematura partida de Wilson, antes que culminara la sesión.

Lo que sigue es el episodio más conocido por la opinión pública. El célebre discurso de Wilson perpetuado en celuloide blanco y negro. Varias veces al año todos los canales de televisión lo retransmiten. Tras anunciar que su partido se consideraba en guerra contra el señor Bordaberry, enemigo de su pueblo, y sus cómplices concluye: “Los señores senadores me permitirán que yo, a pesar de que la hora exige emprender la restauración democrática republicana como una tarea nacional, haga una invocación que resulta ineludible a la emoción más intensa que dentro de nuestra alma alienta, y me permitirán que antes de retirarme de Sala, arroje a los autores de este atentado el nombre de su más radical e irreconciliable enemigo, que será, no tengan duda, el vengador de la República: ¡Viva el Partido Nacional!”.

Luego, visiblemente emocionado, se levanta, abraza a un joven que aguardaba a sus espaldas y se va. Aunque parezca mentira, el joven de esa imagen histórica tantas veces repetida por televisión, con algunos años y unos cuantos kilos de menos, soy yo.

Rápidamente nos dirigimos a la salida. Varios jóvenes acompañan a Wilson vivando su nombre. Al llegar a la puerta del Senado por la que entraba y salía todos los días desde hacía más de veinte años, se nos heló la sangre. En medio de la creciente emoción, un brazo uniformado se interpuso en el camino y con la mano derecha tomó el brazo izquierdo de Wilson. Todos manoteamos un arma (aunque los jóvenes de hoy no lo puedan creer, en el Uruguay de entonces andábamos todos armados). Apareció el rostro del protagonista. Era José Antonio Grasso, el policía que cuidaba esa entrada. A diario nos intercambiábamos apenas un rápido “Buenas… Hasta mañana”. Miró a los ojos a Wilson y con la voz cortada le dijo: “Mi casa es muy humilde, pero allá no lo van a ir a buscar”. Vuelta la democracia, lo ascendieron al máximo grado policial.

Afuera aguardaban dos autos con los motores encendidos. La salida iba a ser en la avioneta de Jorge Henderson, piloteada por él mismo, desde el aeropuerto de El Jagüel. Al Este fueron en tres vehículos, uno de ellos prestado por la empresa Martinelli. Al otro día salieron de El Jagüel. Nadie pudo convencer a mamá de que se fuera luego, asumiendo menos riesgos. Ni modo. Dieciséis años después, cuando los restos de Wilson eran velados por una multitud en la Catedral Metropolitana, hubo un instante de soledad. Se desalojó el templo para preparar la partida hacia el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio. Susana quedó sola frente al impresionante féretro de bronce. El Padre Walter da Silva, un buen blanco y gran amigo, se acercó a ella. “Susana, venga un momentito a la sacristía, se sienta un momento que le preparé un té caliente”, le dijo. Cuenta que mamá lo miró sorprendida, con una sonrisa que no disimulaba su dolor, y muy suave y naturalmente le dijo: “No, padre, gracias. No me separé de él un minuto desde que nos casamos, ¿por qué lo voy a dejar ahora?”.

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